CANTO FÚNEBRE POR MERCEDES GALAZZO
CANTO FÚNEBRE POR MERCEDES GALAZZO
Primera cerveza
Ha muerto Mercedes Galazzo. La lava de espuma todavía no habrá alcanzado el mostrador cuando Curro Martín me da la noticia, así de escueta. Y antes que nada me asalta el palpable recuerdo de su piel en la punta de mis dedos. La tenía de cristal, pulida y lechosa, de una fragilidad tal que daba miedo presionarla, no se fuera a romper alguna de aquellas venas azulinas que la surcaban como los ríos de un mapa. Era tan delicada de circulación que hasta bien entrado el calor gastaba guantes, y había que servirle el hielo porque ella ni lo tocaba, "labilidad capilar" decía padecer. Una de tantas singularidades como declaraba, completamente distinta de las chicas que por entonces presumían de sabañones.
Y de hecho aquellos muslos de ninfa, con los que hubiera disfrutado más de un pincel renacentista, despertaban cierta prevención. Uno temía dañarlos al principio, por eso resultaba increíble la fuerza que sacaban de las caderas cuando te atenazaba entre ellos, exprimiéndote o hincándote las espuelas mientras se dejaba enajenar por el arrebato de un galope, ella a tu grupa aunque se había quedado debajo y te había hecho sentir jinete, "¡móntame, muchachito!". El susurro enronquecido alimentaba tus pueriles vanidades, te creías un portento de vigores que ella apenas podía resistir más allá de la frontera donde el amor se transforma en lucha. Cuando lo cierto es que la portentosa era su habilidad para brujulear en la cocina de tu virilidad en ciernes, y supo cómo desencadenar la exaltación hormonal desde el primer momento en que te acorraló contra el recodo del pasillo y te empujó hacia el interior del trastero con cierta rudeza, "¿lleva usted días galanteando conmigo o es que a mí me lo parece, muchachito?"
El sobresalto no dejaba de hacerte sentir especial, elegido para encerrarse con ella en aquel cuartito atestado de cachivaches polvorientos entre los que fueron yendo a parar, como sucesivas piezas de un disfraz, las que ocultaban la desnudez. Primero sus gafas de aparatosa montura, detrás de las cuales descubrías que la serena enormidad de sus ojos no era un efecto óptico, es que eran así de bellos en su estado natural, cuando se despojaba para ti de aquel artilugio de caricatura tras el que se parapetaba su mirada. Luego, e inexplicablemente antes que el vestido, era el sostén el que terminaba en el suelo. Tenía las tetas pequeñas y puberales, sin forma desarrollada. También para ti la muestra de aquel secreto que disimularía con argucias de lencería. Y para ti, en suma, todos los melindres que pronunciaba sofocados por los besos, "esto parece fácil pero no creas que lo es. Sobre todo cuidado. Tienes que ir con mucho cuidado". Y su cuerpo que parecía diáfano se revelaba en realidad cincelado por luces y sombras inadvertidas, zonas sensitivas que le dolían y otras que desencadenaban una risa floja y gutural. Tan pronto se retorcía bajo tu peso como se zafaba de él, o se quedaba inmóvil y con tu cabeza entre sus manos le escuchabas decirte "tienes que tratarme como a una virgen, muchachito".
Aquel primer asalto del trastero se convertía así en un reto de gimnasia y destreza, "¡ay, Señor, qué difícil es colarla en su sitio!". No obstante, en ningún momento te encontraste solo, erais dos en el empeño, y ella jugaba también a vencer la inexperiencia "como si fuera virgen". Hacer como que aprendía era su forma de enseñar.
"¿A ti también te desbravó?", le pregunto a Curro Martín. No suelo apostar por la procacidad, pero después de tantos años sin cruzar palabra me ha parecido uno de los pocos remedios contra las omisiones o insinceridades que interpone el tiempo. Puede salir mal, pero en este caso él no espera más que a apurar el último sorbo. Luego asiente sin hablar, levemente dolido. A todos los que pasamos por la estrecha penumbra del trastero nos gustaba sin duda pensar que éramos los únicos.
Segunda cerveza
La enterraron el viernes pasado, después de un par de meses que pasó comida de dolores. A veces la cita con la muerte yace en las entrañas de un pozo sin fondo, al cabo de un interminable desencuentro plagado de miserias y penalidades. Y eso que Mercedes Galazzo se había programado un final a plazo fijo, después de una vida deliberadamente acortada por el consumo diario de tres cajetillas de Bisonte. "Un cáncer de pulmón. Fulminante". Fulminante parecería cuando le dio la cara, pienso, porque había dispuesto de décadas para hacer nido en su pecho, con la propia y tenaz colaboración de la huésped. Nunca se lo oí decir, pero seguramente le espantaba la ordinaria posibilidad de que la atrapara sin fecha establecida la rueda trágica del azar, y por eso prefirió acelerar por su cuenta y riesgo las previsibles etapas de un suicidio lento. A cualquier hora de la vigilia andaba con el pitillo entre sus enguantados dedos o sus labios de sal, envuelta siempre por la nube de humo que la acompañaba como un aura y exhalando aquel aroma nicotínico que le impregnaba la carne.
Imagino ahora cómo se consumiría esa carne en dos meses de agonía, ardiendo lenta como el libro que era en el que aprendí a gozar de otro cuerpo. Ahora que sé de su muerte me cuesta encontrar los vestigios de aquellos abrazos hambrientos, quizás se borran cuando desaparece uno de los amantes. Apenas quedan pruebas de su existencia. Han edificado en el solar donde se alzaba el club, un inmueble oficialmente declarado en ruinas que ocupaba la pandilla gracias a la codicia de un arrendatario poco escrupuloso. Ella era una mujer con un pie en cada generación, algo mayor que nosotros. De alguna manera, todos los amigos pasamos por sus manos expertas, cada uno a su modo, cada historia diferente y particular. E insisto en que esa convicción de singularidad es la que a cada uno le ayudó a conjurar unos celos que de otra manera hubieran sido destructivos.
-Llena aquí- le dice Curro Martín al camarero-. Y pon dos de caracoles.
-Ella siempre los pedía espolvoreados con comino, ¿recuerdas?
-Sí, para que no le dieran alergia- responde él, como si de veras se creyera esa absurda explicación.
Tercera cerveza
La historia que vivió conmigo transcurrió en la salita habilitada como biblioteca, que ocupábamos un par de horas en tardes sueltas. Nos alumbraba una bombilla pelada y monda, y a veces, en algún lance especialmente fogoso, le dábamos un puntapié a la descuadrada estantería y oscilaban los textos de marxismo autogestionario en precario equilibrio, se tambaleaban Lenin y las memorias del Che y las recetas de Mao y entonces nos quedábamos en suspenso, interrumpíamos nuestro trajín y por un momento temíamos perecer sepultados bajo el peso del materialismo dialéctico. Pero antes de que nos tomáramos en serio el incidente volvía a retumbar su risa tabernaria, proyectada contra los lomos de las biblias revolucionarias o el satinado poster de los Beatles, que nos vigilaban desde una de sus poses legendarias.
Cualquiera de los iconos ultrajados podría haber tomado venganza histórica, pero más que nadie mis compañeros, que debatían en la arena política de la que apenas nos separaba la cerrada puerta de cristales esmerilados. Nos llegaba el murmullo litúrgico de las discusiones, las palabras sueltas que pespunteaban su búsqueda de la verdad, su confusión en aquella época de descomposición de la dictadura. La voz lúgubre de Paco Millán, que ya militaba en la Universidad, el atropellado discurso de Cifuentes, que tenía veleidades teatrales y todas las cuestiones las llevaba al molino de la interpretación, las contadas pero inflexibles intervenciones del remiso Horacio, que practicaba yoga y era vegetariano existencial, las propuestas incendiarias del ácrata Laborda y hasta el proverbial silencio de este Curro Martín que el curso de la vida ha vuelto locuaz.
Todos los amortiguados sonidos del cónclave se colaban en la biblioteca para entrelazarse con nuestro jadeo furioso, con el acompasado chirriar de los muelles y el ríspido gemido del skay al roce de nuestros cuerpos. A nosotros nos era indiferente la sórdida mezcolanza de lo profano y lo sacramental, pero todos estos ruidos irían de vuelta y allá afuera su resonancia sería si cabe más irreverente al irrumpir en el foro intelectual. Suerte que casi todos los allí presentes habían sido iniciados por ella en el erotismo y la tenían en mucha consideración, quizás con la excepción del enfermizo Laborda, que aún no había obtenido sus favores y con una pizca de resentimiento la llamaba "signorina Galazzo".
Una noche oímos un estrépito de timbrazos, carreras por el pasillo y voces destempladas en la escalera, y Curro Martín me recuerda que fue él mismo quien porraceando los cristales nos advirtió a Mercedes y a mí de que el sargento de la Guardia Civil había pasado a hacernos una visita. No era la primera vez que se presentaba de improviso para inspeccionar el antro de comunistas adolescentes, ansioso por hallar un pretexto para el cierre gubernativo. Ella se incorporó con un gesto de fastidio, las infantiles tetas aún al aire. Mientras con los brazos a la espalda se abrochaba el sujetador de copas ortopédicas, sonó cortante su genérica recriminación contra el régimen. "Mi familia conoce al sargento, y voy a darle las quejas. Que busque subversivos debajo de las piedras, si quiere, pero a mis amistades que no las toque. ¡En este país no puede una ni joder tranquila!"
Cuarta cerveza
Pese a haber sido uno de los más insignes del lugar, parece que el apellido Galazzo verá truncada su continuidad genealógica una vez desaparecidos los que actualmente lo ostentan. Son éstos un par de hermanos. El varón hizo carrera diplomática, y la hembra vive en Madrid y trabaja como redactora en un diario nacional. Ninguno de los dos tiene hijos. "Pasaron con ella sus últimas semanas de vida. La mansión parecía otra vez habitada".
La residencia de los Galazzo, donde su padre don Cosme tenía instalada la notaría, estaba casi en las afueras del pueblo, al cabo de una calle desierta bordeada de naranjos que hacía las veces de paseo. El camino no conducía a ninguna otra parte, de modo que sólo lo transitaban los clientes de la notaría, con copias de contratos o escrituras de florida portada bajo la axila. Con un poco de imaginación, aquella vía pública habría sido bautizada como "Alameda de los abajo firmantes".
Además de las oficinas, que los vecinos del pueblo conocían de sobra, la planta baja albergaba otras dependencias, cuyo interior se adivinaba vagamente tras los cortinajes de los ventanales corridos. En un costado se situaba el salón familiar, amueblado según se decía con piezas de costeada antigüedad, y en una esquina umbría, a todas horas iluminado, el despacho de don Cosme. Quizás por capricho, o porque necesitábamos creerlo así, estábamos plenamente convencidos de que aquel gabinete era un antro de la reacción. De que siempre había sido inocente covachuela donde el párroco y la autoridad tomaban chocolate, pero después de la muerte de Franco se urdían allí peligrosas conspiraciones golpistas. ¡Qué mal informados estábamos! Aquel apacible notario (quizás mal conocido por ser hombre de muy pocas palabras) era monárquico desde su juventud, y su discreta mediación fue requerida por las incipientes fuerzas locales para constituir la Junta Democrática del municipio. Pero eso sólo lo supimos años más tarde. "Uno más entre tantos errores de apreciación como cometimos", se lamenta Curro Martín, la voz tomada por la cerveza y el resentimiento generacional.
La muerte de su padre fue el primer golpe que Mercedes Galazzo sufrió en la vida.
Quinta cerveza
-¿Te das cuenta?- repone Curro Martín, mientras traza pensativas líneas sobre la escarcha perlada del vaso-. Todas esas rarezas, andando el tiempo, se demuestran perfectamente verosímiles. La vida no es como pensábamos, sino como la veía ella. Pura excepción.
A raíz de la muerte de don Cosme, su catálogo de excentricidades (echarle salsa Perry a la Coca-Cola, considerarse incapacitada para conducir por causa de una extrañísima dislexia llamada "estereognosia", estudiar italiano en la Dante cuando hacían furor las academias de inglés) comenzó a ensombrecerse. Adquirió una serie interminable de fobias numerológicas que le hacían imposible vivir. Al ocho, a los impares, a los números primos, a los años bisiestos, al mes de octubre… Luego pasó a los colores, la horrorizaban el malva y el gris, y por último le cogió miedo a la noche. Nunca permitía que la sorprendiera en la calle, y en casa tenía un temporizador en la mesilla para que la luz nunca se apagara antes de que la venciera el sueño. Era como si su añosa orfandad hubiera hecho descarrilar la anarquía en que hasta entonces orbitaban sus gustos y deseos. La nueva Mercedes Galazzo se había impuesto la obligación de regirse por un código de reglas bien definidas, como la gente madura. Pero, como quiera que su formación no se las había proporcionado, llenaba el vacío con supersticiones aún más absurdas que las creencias de antaño, y no tan inofensivas como ellas.
-¿Tú crees que eso es todo cuanto le sucedió? ¿Que se le murió su padre?- aventuro una duda, y en mi pregunta, junto con la incredulidad, se insinúa un involuntario tono de burla. Tarde es ya para lamentarlo, cuando siento la ojeada censora que me lanza Curro Martín.
-La gente cambia de la noche a la mañana. No sé de qué autor es un personaje que se transforma por completo después del golpe que se da con una hoja de la ventana.
-Es de Borges. Y lo que ocurre es que contrae una encefalitis traumática.
-¡Lo que sea! También los hay que se levantan un día con el pie cambiado, y terminan arruinando su vida sin causa aparente.
Transcurre un lapso de tenso mutismo. Luego, más sereno, como disculpándose, añade él:
-Es que don Cosme, con su corpulenta humanidad, era mucho escudo protector. Su falta la dejaría en cueros.
La frase me la hace imaginar desnuda, con una desnudez que, por extraño que me resulte, no es tan procaz como lastimera. Su piel cristalina me inspira compasión, y si aún estuviera viva me apresuraría a echarle una manta sobre los hombros.
Sexta cerveza
Pero fue la variación de sus hábitos eróticos lo que hizo pensar que algo muy profundo se estaba removiendo en su interior. Ella, que al abogado que bebía los vientos por sus encantos lo había convencido de que tener un solo testículo no era una minusvalía, y le había presentado incluso a la hija del alcalde con la que el muchacho terminó haciendo una boda ventajosa… Ella, que al naturópata aquel que pretendía embaucarla con prácticas de yoga lo había animado a salir del armario y a redecorar la herboristería… Ella, en fin, que tan generosamente se había repartido entre tantos, se empeñó en un reto monógamo. Fue la más dura de las reglas de corrección que se impuso cumplir.
El beneficiario fue un pintor cocainómano que sólo la amaba en tercer lugar. Ignoro si lo amaba ella, pues no era de amarlo de lo que se trataba, sino de arrostrar una prueba de fuego. A él la adicción estaba siempre a punto de reducirlo a un estado vegetativo, y dependía de ella absolutamente para todo. Tanto para comer algo caliente o ponerse una camisa que no apestara como para consumir regularmente la dosis que Mercedes le procuraba por caridad. Para complacerlo aprendió ella a rayar el polvo blanco y a aplicarle el encendedor a la cucharilla el tiempo justo para proporcionarle un par de horas de paz.
Ninguno de los dos iba a ninguna parte. Tampoco su relación, que se prolongaba merced a una fórmula aberrante de necesidades compulsivas satisfechas por una entrega samaritana. Por entonces, yo me había mudado a la ciudad. De modo que las noticias que tengo de la historia proceden de terceras personas, que tenían poco que contar y mucho que lamentar de la vida que llevaba Mercedes Galazzo. Muchas se limitaban a torcer el gesto cuando se la mencionaba.
Me hice una cabal idea del infierno en que se había convertido su existencia una tarde lluviosa en que la vi en una cafetería. Había entrado, como yo, a guarecerse de la lluvia. Arrastraba de la mano al pintor en trance, al que acomodó en una silla y dejó que siguiera hablando solo. Él pronunciaba una salmodia monocorde que no interrumpía ni para coger aire, mientras ella se puso a mirar al vacío. Era la única en el local que no prestaba atención a la cháchara obsesiva de su acompañante, permanecía a su lado como cuando nos situamos junto a la lavadora en espera de que el motor termine por sí solo su prefijado ciclo. Pero, con la telepatía de su ya dilatada dedicación, supo sin verlo que la ceniza del cigarrillo de él iba a caer sobre la tapa, y empujó el cenicero en el último momento.
Yo me encontraba en una esquina de la barra y podía contemplarla en detalle. No me llamó la atención que la piel se le hubiera descolgado en las comisuras, ni que empalmara los Bisonte como una descosida. No. Lo más sorprendente es que sólo recordaba vagamente a la Mercedes Galazzo que recordaba yo. De hecho, hube de hacer un esfuerzo para reconocerla en aquella mujer que balanceaba continuamente el cuello en círculos, parecida a esos perritos que se colocaban sobre el salpicadero del coche, y cuya cabeza oscilaba al frenar, como diciendo que sí hasta la saciedad. No tuve la valentía de acercarme para saludarla. Me disuadió el temor de que, tras mirarme con aquellos ojos vidriosos, me preguntara quién era yo.
-¿Y qué pasó con su amante?- le pregunto a Curro Martín.
Él se toma su cumplido tiempo antes de contestar, y lo hace con cierta desgana, como si la respuesta fuera obvia. Los que se quedan siempre tienen algo que reprocharles a los que cambiaron de aires, y aprovechan cualquier resquicio para pasarles factura de su disgusto.
-Un hermano suyo, diputado autonómico, se presentó un día en el piso y se lo llevó para ingresarlo en una institución.
-¿Y cómo está ahora?
-¡Ah, divinamente! Hace poco expuso en una galería de vanguardia. Y se quedó con el piso.
Se hace el silencio entre nosotros. La historia de Mercedes Galazzo tiene poco que contar y mucho que recordar. La espuma de la cerveza, rebosando por el borde de cristal, me recuerda por ejemplo el timbre de su risa trepando por las paredes de la habitación, mientras éramos absurdamente dichosos. Mal que les pesara a Mao, a Lenin y a Rosa Luxemburgo, cuyas ceñudas miradas nos lo reprobaban desde el anaquel.
-Llena aquí- la voz un tanto enredada de Curro Martín se dirige hacia el otro lado de la barra.
La mía tampoco debe sonarle muy católica al camarero cuando añado:
-Y dos de caracoles. Pero los espolvoreas con comino, no sea que nos den alergia.
Este relato ha obtenido el Accésit al Premio de Relatos Breves Sierra de Albarracín
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