domingo, 28 de diciembre de 2008

EL CASO LITTMANN

"¡Ay, virgencita! ¡Y qué miedo han pasado estas carnes de negra, mire usted! Primero con los dos tipos aquellos, tan malencarados. Que si no estaba detenida, que si sólo querían hacerme unas preguntitas... Pero claro, como ya no abrieron la boca, por más que yo juraba que no había hecho nada malo... Luego el fiscalón aquel, o secretario, o lo que fuera, que con los ojos se iba y se venía a estas dos teticas tan bien puestas que tengo, para mi desgracia. Pero oiga, el fulano ni disfrutaba, es como si quisiera rebanármelas para llevárselas a casa y botar lo demás a la basura. Lo supe cuando me miró a la cara, una sola vez que lo hizo. Yo ya me veía presa, sobre todo cuando me pasaron al despacho del juez, otro que parecía haber tomado vinagre. Fíjese, se calzó unas gafotas de mucho aumento, para que no se le escapara ni una letra de la menuda, y se puso a indagar sin prisas en mis papeles de residencia, picoteando como los pajarillos cuando buscan lombrices en la tierra". "¿Y usted qué declaró, concretamente?", la cortó él impaciente, al otro lado del teléfono el preámbulo enloquecido de la tal Abundia le estaba provocando dolor de cabeza. "¡Ay, mi amor! ¿Y de cuándo acá esas formalidades? ¿Por qué no me tutea ahora? Se va a parecer al comisariote que me llevó de regreso a casa, que con muy buenos modales me decía 'a usted la vamos a tener que expulsar'. Pero yo creo que iba de farol conmigo, lo que trataba era de asustarme, ¿verdad? Allá en República Dominicana la policía hace lo que le viene en gana con la pobretica gente, pero aquí todo el mundo tiene sus derechos de persona, hasta una mulatona sabrosa como yo que se gana la vida como mejor puede y sin fregar a nadie. ¿O acaso en este país es un delito darle gustazo a los clientes?" "¿Qué ha o has firmado?", volvió él a interrumpirla con estratégica gelidez, la única vía por la que podía obligarla a un mínimo de concreción. "¿Pues qué voy a firmar? Pues lo que les conté, todita la verdad y nada más. Que acudí a tu llamado y te hice un servicio. Con este cuerpo sería ingenuo andarle baldeando el suelo a los ricos, nadie se lo creería, aunque eso no sea ninguna deshonra. Pero sucede que yo no tengo contrato de trabajo, así es que está muy claro a qué me dedico. Lo que le oigo a usted es muy preocupado, galán. Como si se le hubiera indigestado este revuelo, ¿no es cierto? Claro, los que están todos los días en los papeles agradecen un poco de paz. Pues fíjese que a mí me ocurre lo contrario. No me conocen ni en mi casa a la hora de comer, y de pronto, pues que me ha dado hasta un poco de alegría, ver en los diarios mi nombre, aunque sea mezclado con el de algún criminal que sale en la misma página. Y lo que ya no podré olvidar es que se me relacione con un personaje de relumbrón como usted, es un orgullo para toda la vida. Y no se me apure tanto, mi niño", el tono de voz de la negra describió un quiebro prodigioso en el aire, se volvió meloso y aterciopelado. "Yo les dije que habíamos echado un polvo mercenario, con esas mismas palabras, que una no tiene instrucción pero se ha rozado con algunos hombres de mundo. Mercenario y por donde hay que echarlo, les repetí, para que no quede duda".

Él permanece en silencio, considerando la escasa credibilidad de esa declaración que ha firmado Abundia, deseosa la pobre de suscribir una mentira piadosa frente a la verdad incuestionable de las imágenes que circulan por ahí. Pero cada una de ellas es más demostrativa que todo el raudal de frases exculpatorias que la negra haya podido verter en el juzgado por entre aquellos labios reventones. Ella debe tener conocimiento del vídeo que se está distribuyendo, intuirá vagamente que es la categoría del cliente unida a la catadura del servicio lo que lo convierte en materia de interés judicial. Un interés que para ella, animal mimético en la selva de la inmigración ilegal, siempre será perjudicial. Y sin embargo, la generosa Abundia apuesta por esa mentira imprevista, una versión que terminarán por desacreditar la condición, el oficio y la insolvencia de la testigo; esas veladuras que se transforman en tupido telón para cualquier realidad que haya detrás. Mientras que la otra versión, la visual, aunque también distorsionada por una tenue cortina, se delata por sombras cuya identificación admite poca controversia. "¿Has mencionado el nombre de la agencia?", le pregunta él, con prosaico desaliento, como un burócrata convencido de la inutilidad de su trabajo. "¿Me tomó por tonta? No existe ninguna agencia. Yo me anuncio en la sección de contactos, con mi nombre artístico y mi número, que es al que usted me telefoneó, para citarme y darme la dirección. ¿Ya no se acuerda?"

Él hace como si se acordara, calla y otorga. ¡Qué bobos son a veces estos clientes ocasionales! Si se le hubiera ocurrido a ella mencionar a la húngara o a Don Eliseo allí donde el juez, entonces es cuando la acribillan, por chivata. Bien claro le tienen dicho que se haga cuenta de que ellos no existen. Y que le está terminantemente prohibido acudir a ninguna cita que no le indiquen ellos, los únicos que la llaman al móvil porque son los únicos que conocen el número de la chicharrita, para avisarla a cualquier hora. El otro número, el comercial que la anuncia en prensa, ése vaya usted a saber con quién comunica. Éstas son las reglas hasta que pueda establecerse por su cuenta. ¿Y dentro de cuánto tiempo será eso?, les preguntó ella una vez, con mucha humildad. Dentro de un par de millones que nos debes, le contestaron. Por lo visto una pieza como ella tiene muchos gastos aparejados, que si la alimentación, que si perfumes, que si la manicura... Se come casi todo lo que gana, le dijeron.

Don Eliseo le recomendó que se esmerara en satisfacer a este cliente, que era algo especial. Al argentino, siempre tan seriote para transmitir los recados, se le notaba el esfuerzo por parecer jovial. Sería para resultar convincente que aludió a la posibilidad de una gratificación si se portaba regia. Y a ella ese incentivo le hizo mucha ilusión, porque desde hacía meses no enviaba a casa más que la reiterada promesa de mandar a por las nenas en cuanto le concedieran acá ciertos visados que andaba tramitando. Más allá de esas esperanzas, ni un centavo.

El taxi que pasó a recogerla la dejó en la puerta de un bloque de apartamentos de alto nivel, la vista se remansaba en el verde de los parterres y los setos parecían cuidados por jardineros expertos en geometría. Estaba anocheciendo y en el portal, profusamente iluminado, se dejó escudriñar por el ojo electrónico del portero, antes de que el seco chasquido de la reja le franqueara el paso a aquel otro mundo de paredes marmóreas y techos monumentales que amplificaban el eco de sus pisadas. Al pasar frente a los grandes espejos del hall se contempló de reojo, como si no conociera de nada a aquella negra con la que se hubiera cruzado por la calle. Y lo primero y principal que un examen pondría de manifiesto era el carácter excepcional de todos sus atavíos: el peinado reciente de sus bucles africanos, que le atirantaba el cuero cabelludo; las joyas prestadas para la ocasión; y la gabardina, como la de los ladrones y espías, sin otra función que la de ocultar lo que envuelve, en este caso el esplendor de su vestido azul turquesa, aunque el color parecía virar tenuemente o espejear en las curvas de aquel cuerpo naturalmente hermoso. Cerró los ojos para juzgarse únicamente por el sonido de sus andares, la cadencia contra el mármol de sus tacones de aguja que amenazaban con perforar los tímpanos. Pero le faltó recorrido suficiente para la prueba, pues se dio de bruces contra el ascensor, que lamentablemente estaba averiado. Se sabía señalada por una suerte agorera. Si lo infalible tenía que fallar, seguro que era cuando pasaba ella por debajo. Así es que emprendió resignadamente la escalada a la cuarta planta, y cuando estaba a punto de culminarla se olvidó del cansino fuelle de su pecho para volver a concentrarse en el ritmo de sus pisadas. Los escalones habían terminado por desposeerlas de su estilo postizo y su falso abolengo. Definitivamente, sonaban como las de cualquier señora de la limpieza.

Mientras recuperaba el resuello, estaba de nuevo situando cada pliegue en su sitio cuando abrió él, que la habría estado aguardando al otro lado de la mirilla. Le dijo "buenas noches, pasa, por favor", y Abundia, aun sin distinguirlo con nitidez en la penumbra, descolgó la mandíbula y puso los ojos de plato y trató de pronunciar una frase que la sorpresa no le dejaba terminar, "¡tú eres...! ¡tú eres...! ¡tú eres...!", y él, con cierto hastío de su celebridad, la dejaba manotear en el aire, como chapoteando en una de esas lagunas que abundan en la memoria para los nombres que esperan entre los labios. "¡Ay, sí, hombre! Si lo tengo en la punta de la lengua. Ése de la radio en el programa de tarde". "José Carlos Littmann", se presentó él. "¡Ése, ése!", exclamó ella sofocada y exultante, como si hubiera sido suyo el mérito del hallazgo nominal. "De cara ni lo tenía fichado, ¿sabe? Pero la voz es otra cosa. A mí una voz no se me despinta, y la suya la he reconocido a las primeras de cambio".

La voz radiofónica que la mulata recuerda de La lupa ("un espacio de investigación que amplía los detalles para que usted los tenga claros") está sin embargo sujeta a su ritmo circadiano. De noche y al natural no suena tan amable como la vespertina cuando se entrecruza con entrevistados complacientes o radioyentes afines. Lo que oye Abundia cuando penetra en el apartamento es una indicación imperativa para que se siente en el mullido sofá que sin otro acompañamiento ocupa el centro del salón. Un sofá que más bien parece un estorbo, allí ubicado en virtud de un provocador criterio art-déco. Máxime porque el canapé de diseño es una isla de luz; iluminada por el foco escénico que pende sobre su cabeza ella se desprende del fácil vestido, duda por un instante entre el deshabillé gradual o el despelote absoluto, para decidirse por el aparatoso liguero que comienza a desabrocharse. En definitiva se apresura, un tanto intimidada, a cumplir la orden que el divino locutor le ha dado sin prolegómenos ni miramientos, "ve preparándote", antes de sumergirse con acolchados pasos en el lado oscuro de la estancia. Luego el hombre se encierra en el cuarto adyacente.

En el estricto silencio de la sala, Abundia sólo oye su propio trajín mientras se desciñe los arreos de puta. Desnuda y luminosa, lanza repetidas miradas de mosqueo hacia aquella puerta cerrada, sin cuidarse por los mohines de recelo y extrañeza que exagera, como la que en una situación comprometida no se sabe bajo el ojo de una cámara oculta.

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Míralo, tan tranquilo, como si la cosa no fuera con él... Como si hoy hubiera amanecido un día cualquiera, uno más en este calendario de ruindades y escándalos epidémicos que a fuerza de sobresaltar a la opinión han terminado por anestesiarla, los golpes ya indoloros desgastan el crédito de los poderes y colman la medida del equilibrio institucional sin llegar a rebosarla nunca. Pero este caso, sin tener por protagonista a un hombre de Estado, provocará una fisura irreparable en sus cimientos. Y sin tratarse de una transgresión política ni de una corrupción económica, antes bien de una aberración íntima, no se considerará como una cuenta más del rosario, será episodio que marque un antes y un después en la turbulenta etapa del felipismo terminal.

Pero Littmann, hoy hombre del día, hoy ojo de un huracán que sólo con rozarlo podría dejarlo fuera de combate, ha acudido puntual a cumplir con más rigor que nunca el adquirido compromiso con su público. Como el cómico que sin subrayarla enfatiza su profesionalidad haciendo la función de noche después de haber enterrado a su madre por la tarde. Creo recordar que faltó en una ocasión por un cólico nefrítico, y cuando el accidente de su mujer, se llamó precipitadamente al siempre disponible sustituto que le cubre los recesos vacacionales, designado por su pasmosa mediocridad que así hace más patente el eclipse estelar. No obstante, e intuyendo hasta donde me es posible cómo funcionan sus reflejos mentales, hoy, que constituye él mismo morbosa noticia de portada, tenía que dar la cara desde primera hora de la mañana, para que en la redacción se la vieran insultantemente fresca y lozana, y proyectar su bella voz de barítono como hará a la hora en que lo esperan los millones de incondicionales abonados a su audiencia. Me devora la curiosidad por saber qué tendrá preparado para esta tarde, qué truco de magia o fuego de artificio, qué pelea caballeresca o finta de anguila, qué emotivo alegato o manto de silencio para el comentario editorial que se reserva y elabora siempre personalmente, es un secreto al que ni siquiera los guionistas tienen acceso. Es seguro que ahora estará redactándolo para sus adentros. Sus respuestas no pasan del esfuerzo monosilábico para atender a la avalancha telefónica que lo requiere, hierático en su puesto de mando, encerrado y sin embargo visible para todos en esa especie de garita acristalada que tiene por box. Estratégicamente situado para ver desde allí a todos, hasta el último currito. Él se sabe de continuo observado, de ahí que adopte una postura prefigurada, como los santos expuestos en las iglesias; en cambio mis compañeros desconocen exactamente cuándo se encuentran en su punto de mira, por eso se sienten vigilados. Y ese asimétrico juego óptico constituye una gráfica demostración de su superioridad.

Es imposible que durante todos los años que llevo adscrito a la plantilla no me haya mirado nunca directamente a la cara, siquiera sea para enviarme a algún mandado menor o encargarme una tarea denigrante. Y sin embargo, ésa es la certera impresión que tengo, la de haber sido siempre invisible para él, un vacío que no atrae su atención, si acaso un bulto cuya fisonomía no ha dejado ni una mínima huella en la retentiva del gran jefe. Cuando desparrama la vista en redondo, sin fijarla concretamente, hay quien experimenta incluso un escalofrío, como si un peso indefinible se le hubiera posado encima. Alguien lo ha comparado con aquel modelo atómico de Böhr según el cual el electrón podía estar al mismo tiempo en todos y cada uno de los puntos de su órbita. En cambio yo me siento sistemáticamente exceptuado de esa ubicua atención visual, que resbala por mi persona sin detenerse jamás en ella. Es lo mismo que me ocurría con las imágenes de Jesucristo, presente en la cabecera de la cama paterna, y en el rincón tenebrista del confesionario y en cada pared del colegio religioso, repetido hasta la náusea, sus córneas abombadas perdidas en la eternidad. Etéreas y no obstante destinadas, por conducto del dogma eclesial, al corazón de todos y cada uno de los hombres. Pero no para mí. Yo miraba a los cuadros, desde todos los puntos en que me iba situando la edad o el deseo, y fuera cual fuera la perspectiva siempre se me antojaba que las planas y esmaltadas pupilas de Jesús, sin proponérselo siquiera, miraban para otro lado. Como si entre los ondulados brazos de la modosa melena, los ojos misteriosamente vivos estuvieran posando para una naturaleza muerta, ausentes para los míos. La órbita infinita del divino y candente electrón nunca pasaba por donde aguardaba yo, siempre lo hacía por delante de mis narices.

Sonará a chiste, pero ni Cristo ni Littmann han reparado jamás en mi insignificante presencia, no me explico por qué lo hizo la voz de mujer que me llamó a este mismo teléfono para preguntar si me apetecía buscarle las cosquillas a la vaca sagrada de la radio. Traducía una buena educación rica en peculiaridades. Así, se la adivinaba solvente y dominante tras aquella dicción de ortodoxia vallisoletana, sin privarse por ello de la cadencia matritense, displicente y chulesca, que delata a los afincados capitalinos. Diríase que me estaba leyendo el pensamiento, o que el mío era tan elemental que resultaba perfectamente legible. El caso es que lo presentaba todo bajo un punto de vista factible, se adelantaba a mis timoratas objeciones y ofrecía soluciones inmediatas a las dificultades que yo planteaba.

Con una mezcla de finura y desfachatez, la mujer pija me fue explicando que la línea privada de Littmann había sido pinchada para derivarla a una de las mías. Yo debía estar al loro, porque cuando él hiciera una llamada a cierto número sonaría mi teléfono y yo sólo tendría que descolgarlo para escuchar cómo concertaba el pájaro una cita para la tarde o noche, quizás no mencionara la dirección exacta, pero sería "la que sigue, toma nota". A continuación yo contactaría con un fotógrafo que trabaja por libre y al que sólo conocía de oídas, el cual estaba en posesión de una llave, aunque ignoraba que abría la puerta del piso de enfrente. Desde sus ventanas se divisaban las del apartamento donde se había citado Littmann. "Ahí va el número del portal y el rellano", yo tenía que acompañar al fotógrafo al puesto de observación, donde montaría él una cámara de vídeo para grabar lo que aconteciera al otro lado de la calle. Luego me haría cargo de la cinta y la depositaría en un apartado de correos. "¿Puedo tomarme un tiempo para pensarlo?", pregunté. "Puedes incluso negarte", repuso la voz con frío dominio del sarcasmo. "Sabiendo que en tal caso te cortarán las pelotas. ¿O crees que te facilito todos los datos para que rehúses colaborar? ¿Me tomas por imbécil? Fíjate hasta qué punto estoy convencida de contar contigo que hasta se te va a pagar por anticipado, mañana mismo encontrarás una generosa compensación en tu cuenta corriente. Te la embolsas y chitón, que te conviene". Su entonación era tan tersa, tan delicada, que los préstamos lingüísticos de los bajos fondos producían el efecto de la mierda en una copa de champán.

Pese al abultado cortejo de pistas que la precedía, el misterio original de aquella voz se mostraba impenetrable. Como no fuera por el ruido de fondo que la acompañaba, una especie de fluido eléctrico incesante, un sonido de automatismo sospechoso que hacía pensar en escuchas policiales, en sobornos telefónicos, en los ecos de un recinto altamente tecnificado... Por más vueltas que le he dado, no he logrado desentrañar el enigma de semejante zumbido.

Aquella voz era de una agresiva belleza, y yo soy muy vulnerable a las amenazas. A pesar del poco aprecio que le tengo a este pellejo miserable, siempre he estado decidido a conservarlo todo el tiempo que me permita una plácida muerte natural. En los días siguientes, mientras acechaba la presa, la exculpatoria sensación de estar siendo extorsionado alternaba con otra de complacencia por propiciar la caída de aquel santón aborrecido. Ahora, cuando ésta se ha consumado, el trasunto cristológico vuelve a reverdecer. En esta mañana de amarga nombradía para él, tiene cara de crucificado a punto de resucitar. Y contra los dioses nada pueden las zancadillas.

Alguien atribuirá mi atormentada conciencia de inferioridad a aquel sentimiento religioso de exclusión que me persiguió en mi niñez y tan mal cristalizó. Yo soy el primero en suscribir ese achaque. Alguna consecuencia habría de tener la machacona insistencia de los curas en persuadirme de que Dios no me había otorgado la gracia de la fe, razón por la que yo no veía profundidad en los ojos del Señor. No es raro que a un tipo con esa cruz de ceniza terminen expulsándolo de todos los paraísos, o no admitiéndolo a ellos. Aquella carencia de gracia teologal, por simple evolución etimológica, se me ha manifestado luego en todos y cada uno de los órdenes de la vida, hasta convertirme en un completo desgraciado. Sólo que, para colmo de males, poseo una aguda sensibilidad para la percepción de mi propia estrechez espiritual. Pese a mis limitaciones, no adolezco de esa feliz inopia interior que a los débiles mentales los vacuna contra la curiosidad.

"La curiosidad mató al gato", dice Carabias, en una alicorta incursión humorística que le chafa su cara de pocos amigos. Noto su dedo percutor en mi omóplato para que me aparte del visor. Luego se inclina para regular el trípode y subiéndose las gafas a la frente guiña un ojo y acomoda el otro, ajusta el foco con mucho cuidado, rectifica el encuadre, entreabre un poco más los tablones de la persiana, todas estas operaciones muy atento a los detalles. Cuando vuelve a mirar, satisfecho ya con los preparativos, se relaja y parece entonces un científico ante el microscopio, dispuesto a la rutinaria observación de gérmenes que tiene muy vistos. "Donde está la negra hay buena luz", le oigo murmurar para sí. "Con un poco de suerte se lo montan ahí mismo en el sofá, el sitio es ideal, si lo hacen a propósito no les sale mejor la ambientación. Nos ha venido Dios a ver con esa lámpara de techo tan potente, es una bendición para filmar. Ahora que si se les ocurre meterse en la habitación no vamos a poder grabar nada de interés, nuestro gozo en un pozo". Habla con un susurro ronco, el silencio del microbiólogo convertido en la cautela del naturista que no desea espantar el apareamiento de las especies en su hábitat. "Aunque a nosotros nos trae al fresco, lo mismo vamos a cobrar. Eso es lo bueno que tienen estos trabajitos particulares, si no hay condiciones no se va a perjudicar el profesional. No es como la prensa, que no retribuye los encargos fallidos, y a los asalariados los tiene haciendo guardia hasta que consiguen material publicable. ¡Negreros...! Esta gente por lo menos paga bien. ¿Cuánto te han pagado a ti, oye?"

Le digo que no tengo ni idea, todavía no he ido al banco, y él levanta la cabeza para mirarme con innegable desconfianza. Debo parecerle un bicho raro, a él que llama la atención por su aspecto desgreñado y estrafalario, no muy aseado y precedido por un insociable tufo a sobaquina. Le pregunto si sabe qué gente es ésta que nos ha contratado, y él, volviendo a aplicar el ojo a la cámara, repone encogiéndose de hombros que ni lo sabe ni le importa, pero que no hace falta ser un lince para adivinar de dónde pueden venir los tiros y quiénes quieren cargarse a Littmann. "Y además no se pierden detalle de la operación. Desde que llegamos hay un coche aparcado en la esquina con un par de individuos dentro que no me dan buena espina".

Esta vez la susceptibilidad le ha jugado una mala pasada a Carabias, yo conozco el Toledo al que se refiere, incluso a la pareja que hay dentro. Son policías de paisano, pues después de su campaña de denuncia contra la corrupción socialista Littmann emprendió una cruzada antiterrorista, que desarrolló hasta que su nombre apareció en papeles incautados a ETA en el sur de Francia, momento en que accedió al dudoso y selectivo privilegio de que Interior le asignara protección policial. Ignoro si el vehículo camuflado está también metido en este fregado o si los escoltas de servicio aprovechan el respiro nocturno para dormitar, limitándose a guardarle las espaldas al periodista si llegara el caso, que Dios no lo quiera. Cuando me oye decir que el Toledo es de la policía, el fotógrafo inescrupuloso me mira de arriba abajo, pausada y repetidamente, y al rabillo de sus ojos mortecinos asoma un destello de insólita ironía. Él está enterado de muchas vidas y milagros porque se mueve entre la canalla de la profesión, pero duda de que un sujeto irrelevante como yo se halle al tanto de ciertos hechos y motivos. "Los famosos y las estrellas no debieran estar tan pendientes de los peligros manifiestos y cuidarse más de los ocultos. Tu peor enemigo puede ser el que no lo parece, por ejemplo el que trabaja para ti", dice cabeceando, como si acabara de descubrir una ley matemática y no le importara lo más mínimo que ésta me afectara. Y a continuación vuelve a ocuparse de lo que sucede enfrente, donde la mulata hace rato que espera desnuda al desenlace de la acción.

Como Carabias es un autónomo impenitente, no sabe lo que es soportar diariamente la desconsideración del hombre para el que no sólo trabajas, le profesas además una admiración rayana en la idolatría. Tu casa está llena de referencias y objetos de culto a su persona, recortes alusivos a su trayectoria, noticias sobre los Ondas que le han concedido, fotografías de prensa o de ceremonias a las que asistió, grabaciones de programas memorables y de discursos oficiales, entrevistas señeras, Littmann buceando, jugando al golf, navegando con el Rey, a punto de llegar a las manos con aquel ministro que terminó por dimitir, saliendo de la emisora muy demacrado, la instantánea fue tomada algunas semanas después del accidente que dejó paralítica a su esposa. Muchos momentos de gloria y algunos de amargura que coleccionas sin que sean tuyos, son lo más valioso que hay en tu vida y pertenecen a otra, por la que habrás cruzado cientos de veces sin haber dejado siquiera constancia de que existes.

"Eso es, eso es", el fotógrafo rompe su mutismo, en su voz tiembla una especie de fervor, como el del observador escéptico e impasible cuando se avecina un fenómeno excepcional. "Ya sale el maromo. Eso es, perfecto. Venga, no te quedes en el rincón, sal a la luz, háztelo con la negrita en el sofá. Así, primero un pasito y luego... ¡Hostias!", Carabias lanza un respingo y se endereza restregándose el ojo, como si le hubiera saltado alguna esquirla. "Mira tú, que yo ya no sé si estoy viendo visiones", y me señala a la cámara con enojado desplante.

Me asomo a la ventana indiscreta, y en el centro de la escena encuentro, sentada, a la mulata de lustrosa cabellera africana y piel como madera barnizada, el pubis al aire y las manos distraídas sobre los pezones, con los ojos agrandados por la sorpresa y en el rostro el esbozo de un gesto aún no definido por la confusión. Pues ante ella se yergue un engendro de abigarrado corpiño rojo de pasión, profuso en encajes, cordones y puntillitas, del que emergen por debajo dos piernas blancas y velludas, montadas sobre plataformas zancudas y embutidas en unas medias sujetas por ligas de fantasía en la mitad del muslo. Por los lados asoman los brazos desnudos y toscos como troncos con abundante mata en las axilas. Y por arriba la cabeza de Littmann, o la que correspondería a la suya bajo aquella peluca rubia platino, el maquillaje faraónico de los ojos y los perfilados labios de cereza. Ante el desconcierto de la mulata, la figura hermafrodita ensaya unos pasos felinos de pasarela, cimbrea su gruesa cintura, afemina burdamente las caderas y pone culo de esquiador acariciándose la redondez de las nalgas, antes de volverse hacia el ojo de una cámara imaginaria que en este caso no lo es, para mostrar en su plenitud el esplendor de su pose suprema. Como si se sintiera observado/a, afila entonces la mirada jeroglífica, adelanta soberbio/a la barbilla, pone morritos que se relame con una lengua vibrátil y contonea las puntiagudas copas del corpiño, es un número de inspiración cinematográfica transformado en caricatura de cabaret.

En ese punto del espectáculo, me desplaza el violento codazo que me propina Carabias, y ya del resto de la función sólo me llega su airada retransmisión de las procacidades visuales. El fotógrafo fisgón se ha revelado como una de esas personas incapaces de encajar el absurdo. Oigo retumbar su voz rabiosa en el silencio del apartamento a oscuras, la mirada perdida en el desierto de la calle, rehuyendo expresamente aquel ventanal vergonzante que está radiografiando un juego de lentes.

Contemplo en esta mañana de escándalo mediático la otra versión del mismo hombre, la pública que mantiene con la clandestina un secreto parentesco, quizás consistente en esa expresión de reto y poderío que esbozó bajo su disfraz de cabaret y que en la redacción constituye su cara de costumbre. No diré que me parezca mentira la identidad de persona para la duplicidad de imágenes, la del travesti turbador y la del líder de opinión. Tal vez sea sintomática la escisión que esconde el comunicador ejemplar, afable con su audiencia y despótico con su equipo humano. Son muchas las caras que tiene este personaje poliédrico, todas ellas enhebradas por una secuencia de claroscuros que cifran el secreto del triunfo. Y quizás mi traición, que pretendía escarmentar al semidiós, le ha brindado la oportunidad victimista que aguardaba para ascender de categoría.

Temo la llegada de mi extracto bancario mensual, con el apunte de mi saldo incrementado en treinta monedas de plata. Puede que ante esa eventualidad, vencido por la deidad carnal, decida rebelarme contra la otra, la inconsútil que administra los pecados y el perdón y sobre todo la muerte. Porque precisamente esa última y divina atribución, la de decretar la muerte a su tiempo, es el único monopolio sagrado que puede boicotear el hombre, sobre todo un hombre desesperado como yo por el peso agobiante de la vida, que tendrá que dejar colgando de la primera higuera que encuentre a su paso.

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Es portentosa la capacidad de deformación que sobre la estricta realidad de los hechos ejercen las circunstancias contextuales. El cómo, el cuándo, el quién y el porqué son los apellidos que una vez averiguados conforman un nombre a menudo tan completo como falso. Es como si desentrañar "toda la verdad" la transformara en mentira. Lo curioso es que él ha conocido a periodistas capaces de creerse a pies juntillas las versiones fabricadas por compañeros especialmente dotados para la literatura fantástica, cuando no las historias inventadas por ellos mismos.

Claro está que este embrollo de contradicciones deontológicas se complica aún más cuando intervienen los espejos, cuando el pintor se pinta a sí mismo ante el lienzo o el director de un periódico se convierte en noticia de todas las portadas.

La centralita está a punto de reventar, y todavía habrá de contener la abrumadora lista de espera que se acumula al otro lado de las líneas. No ha despegado el auricular de la oreja en toda la mañana, tampoco los labios casi, con variantes léxicas o temperamentales se trataba de escuchar el mismo soliloquio argumental, le estaban llamando todos los que tocaban algo del cuarto poder para hacerle patente su solidaridad, para fichar en la ventanilla del confesionario y allí depositar su indignación por el affaire "en el que se había visto implicado".

"El vídeo ha sido remitido a todos los ámbitos del Estado, al gobierno, a los partidos políticos, a los ministerios, a los sindicatos, a las asociaciones empresariales, a los arzobispados, a las redacciones, a las administraciones autonómicas, a la Zarzuela... Tampoco hay una personalidad que goce de cierto peso específico que no haya recibido el paquetito explosivo, artistas, intelectuales, dirigentes, diplomáticos, militares de alta graduación... En fin, un bien orquestado acto de sabotaje, de terrorismo contra la prensa. Cuál no habrá sido la resonancia del caso, José Carlos, que la Fiscalía General, remisa a intervenir cuando, por ejemplo, a los separatistas se les calienta la boca, va a hacerlo de oficio. Supongo que en defensa del derecho inalienable a la privacidad, y no de las buenas costumbres, ya no estamos en los tiempos del TOP". Por la extensión de sus consideraciones, es presumible que Doménech ha sido comisionado para ejercer de portavoz. Él le presta más atención que a otros, es difícil regateársela a este plumilla verboso persuadido de la trascendencia de cuanto dice. Además, de su discurso podrá inferir el alcance de esas imágenes que le han indigestado el desayuno a los medios, y las medidas de urgencia que haya adoptado el gremio.

La cháchara del vocero viene a resumirse en que se aceptan como hechos consumados las prácticas indefendibles a las que es aficionado un miembro prominente de la radiodifusión, no se va a recurrir la autenticidad del documento ni se alegará trucaje o manipulación del mismo. Pues la veracidad de las pruebas no es el tema en cuestión. Ni siquiera que para su obtención se haya incurrido en intrusismo profesional, que se haya violado el exclusivo derecho de la prensa a filmar escenas de la vida íntima. "Tú sabes igual que yo quién ha mandado hacer esto". Contiene por unos momentos la respiración. No quisiera que el factotum Doménech y él estuvieran pensando en personas distintas. "Los que me conocen, José Carlos, pueden certificar la devoción que siento por la justicia, no hay para mí valor más alto y por él me guío. Bueno, pues en estas circunstancias me permitirás que sea sencillamente justo contigo". Doménech posee una percepción demasiado autocomplaciente de su sentido de la justicia. Por intrincado que sea el contencioso político o el conflicto social, este sagaz columnista lo resuelve siempre aplicándole la ordalía de su innata vocación de equidad. Cuando un juez terrible como éste le confesaba que iba a hacerle objeto de su criterio justiciero a un presidente, a un director o a un ministro, es que iba a adularlo. Era un maestro de la lisonja, tanto que el sujeto al que dedicaba sus halagos tenía la impresión de estar siendo severamente examinado, y agradecía la exitosa calificación que al final se le concedía. "Contigo se han pasado. Es repugnante que un ministro y sus cuatro adláteres, cómplices diría yo, dediquen su tiempo y energías a invadir el espacio personal de un dignísimo periodista y a difundir la materia que, sea del signo que sea, todos tenemos la potestad de mantener en secreto".

Doménech y él comparten un correcto empleo del DRAE. Ha empleado correctamente el término "potestad": "poder, facultad, jurisdicción o dominio sobre una cosa". Todo se reducía a una cosa (fuera ésta cual fuera) sobre la que él tenía una "potestad" que le había sido arrebatada, la potestad y la cosa. En definitiva, un robo. Y detrás de cada robo, hay siempre un ladrón que descubrir.

Era evidente que, perdida la batalla del cómo y el cuándo, la prensa iba a centrar su estrategia en la reconversión del quién. Éste no era ya el caso del periodista Littmann, sino el de un ex ministro defenestrado que lo había hecho blanco de su resentimiento, para vengarse al tiempo que aliviaba el cerco judicial que iba cerrándose alrededor de su corrupta persona. "Gracias, Doménech, gracias, no esperaba menos de vuestra rectitud. Ni de vuestra perspicacia".

Pasea su mirada por la redacción y ve un batallón de coronillas tenazmente concentradas en las pantallas de ordenador, en espera de que se les indique la versión oficial que deben difundir. Dentro de poco les llegará la respuesta: no ha ocurrido nada, esas imágenes obtenidas al margen de la ley no tienen validez, y por lo tanto carecen de existencia. El público se enfrentará tras la edición de hoy a una prueba de fuego, y aprenderá a negar su visión de la realidad cuando ésta se contradice con lo que publica la prensa.

Imagina el espectáculo en ciernes y siente un escalofrío: el país recorrido por ese vídeo ambulante, y al tiempo anonadado ante el tupido silencio mediático. Ya está viendo los titulares, y erigiéndose sobre ellos, la obra monumental con la que sueña un artista de la comunicación, convertirse en esfinge viva que administra la verdad y la mentira cuando el Estado ha perdido su crédito ante las masas.

El que no dará crédito a lo que leen sus ojos ni escuchan sus oídos por la radio es el ministro, que sin arte ni parte será masacrado en crónicas y tertulias, tildado de voyeur repugnante, condenado de palabra y fusilado en el paredón de papel antes de que se celebre el juicio formal que le espera. Sintiéndose injustamente acusado, al mandatario cesante habrán comenzado a temblarle las mejillas de solomillo, fuera de control, habrá tenido que sujetárselas con las manos para detener la crecida de la ira, en la que navegan grumos de miedo aún no sedimentados. Luego se rascará son saña la coronilla, o hará alguno de sus gestos típicamente plebeyos, como restregarse un ojo con los descarnados nudillos o sobarse el cuello de toro, alguna de aquellas bastas acciones que se le escapaban en las ruedas de prensa. Este pobre ministro era en tiempos dueño de una chatarrería, un detalle biográfico que el ingenio de Littmann hizo extensivo a la totalidad del gabinete cuando popularizó el sobrenombre de gobierno de los chatarreros. Aunque todos los titulares de aquellas carteras estaban cortados por la misma tijera y marcados por invariables trazas de patán, este ministro fue punta de lanza del acoso a los medios de comunicación. Una vana cruzada del poder efímero, que ahora le pasaba factura histórica.

Vuelve a hacer recuento de su ejército. Por el rabillo del ojo atisba al pretendido iscariote. Está demudado, un vulgar operador telefónico sin mayores perspectivas profesionales, apabullado por las consecuencias de la traición que cree haber perpetrado. Su pobre persona, superada por el sentimiento de culpa, no puede con él. Parece dispuesto a cometer alguna barbaridad, pero no es presumible que reúna arrestos de trágica grandeza para rematar ese papel.

Aparta los ojos de aquel idiota, requerido por la familiar melodía que tararea el celular. "¡Buenos días, reinona de la noche! ¿Por qué no has querido desayunar conmigo esta mañana?", siente como si hubiera hecho un alto para descansar cuando escucha en la segura intimidad del móvil la voz sosegada de ella, su voz de fuerte trabazón castellana con las aristas redondeadas por nasales y graciosos giros pijas. "Buenos días, no quise despertarte, era demasiado temprano", responde Littmann. "Buena la que se ha armado, ¿eh, querido? Ya te decía yo que eras un cagón y que la influencia hay que administrarla con arrojo, como si siempre estuvieras dispuesto a derrocharla". Él calla, sabe que ella interpreta certeramente sus silencios, es una habilidad que forma parte de aquella relación basada en vínculos más fuertes que el amor. "Por cierto, te felicito por tu puesta en escena. Cualquiera diría que de verdad eres maricona perdida. Un papel muy convincente, nadie que vea el vídeo lo creerá ficticio. Si tus colegas se portan como cabe esperar, podremos considerar alcanzados todos los objetivos. Fin de la historia, ¿no?". Él asiente sin hablar, pero se cree en la formal obligación de testimoniarle su reconocimiento: "Gracias a tu inestimable colaboración. Tuya fue la mitad de la idea y la totalidad de la logística". "No me lo agradezcas", repone ella, por igual inmune al sentimentalismo y a la inmodestia. "Ha sido como escribir un cuento burlesco. Me sobran tiempo y facultades. ¿Vendrás a cenar esta noche, o estarás oficialmente deprimido?"

Él aguarda por cortesía a que sea ella la que corte la comunicación. En el momentáneo silencio epilogal, le llega el zumbido eléctrico de la silla rodante, ese sonido de fluido misterioso presente durante todo el diálogo y al que tan acostumbrado se halla. Ella habrá estado describiendo círculos por la inmensidad del salón, como suele mientras habla por teléfono o escribe sus novelas policíacas. Cuando se conocieron, ella no podía pensar si no era en movimiento, y para no cansarse en exceso se había comprado esa silla de ruedas. Ya la usaba, por lo tanto, mucho antes de que el fatal accidente la condenara a ella de por vida.

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Este relato ha obtenido el 2º Premio del Certamen de Narrativa Breve de Abrucena.

CANTO FÚNEBRE POR MERCEDES GALAZZO

CANTO FÚNEBRE POR MERCEDES GALAZZO

Primera cerveza

Ha muerto Mercedes Galazzo. La lava de espuma todavía no habrá alcanzado el mostrador cuando Curro Martín me da la noticia, así de escueta. Y antes que nada me asalta el palpable recuerdo de su piel en la punta de mis dedos. La tenía de cristal, pulida y lechosa, de una fragilidad tal que daba miedo presionarla, no se fuera a romper alguna de aquellas venas azulinas que la surcaban como los ríos de un mapa. Era tan delicada de circulación que hasta bien entrado el calor gastaba guantes, y había que servirle el hielo porque ella ni lo tocaba, "labilidad capilar" decía padecer. Una de tantas singularidades como declaraba, completamente distinta de las chicas que por entonces presumían de sabañones.

Y de hecho aquellos muslos de ninfa, con los que hubiera disfrutado más de un pincel renacentista, despertaban cierta prevención. Uno temía dañarlos al principio, por eso resultaba increíble la fuerza que sacaban de las caderas cuando te atenazaba entre ellos, exprimiéndote o hincándote las espuelas mientras se dejaba enajenar por el arrebato de un galope, ella a tu grupa aunque se había quedado debajo y te había hecho sentir jinete, "¡móntame, muchachito!". El susurro enronquecido alimentaba tus pueriles vanidades, te creías un portento de vigores que ella apenas podía resistir más allá de la frontera donde el amor se transforma en lucha. Cuando lo cierto es que la portentosa era su habilidad para brujulear en la cocina de tu virilidad en ciernes, y supo cómo desencadenar la exaltación hormonal desde el primer momento en que te acorraló contra el recodo del pasillo y te empujó hacia el interior del trastero con cierta rudeza, "¿lleva usted días galanteando conmigo o es que a mí me lo parece, muchachito?"

El sobresalto no dejaba de hacerte sentir especial, elegido para encerrarse con ella en aquel cuartito atestado de cachivaches polvorientos entre los que fueron yendo a parar, como sucesivas piezas de un disfraz, las que ocultaban la desnudez. Primero sus gafas de aparatosa montura, detrás de las cuales descubrías que la serena enormidad de sus ojos no era un efecto óptico, es que eran así de bellos en su estado natural, cuando se despojaba para ti de aquel artilugio de caricatura tras el que se parapetaba su mirada. Luego, e inexplicablemente antes que el vestido, era el sostén el que terminaba en el suelo. Tenía las tetas pequeñas y puberales, sin forma desarrollada. También para ti la muestra de aquel secreto que disimularía con argucias de lencería. Y para ti, en suma, todos los melindres que pronunciaba sofocados por los besos, "esto parece fácil pero no creas que lo es. Sobre todo cuidado. Tienes que ir con mucho cuidado". Y su cuerpo que parecía diáfano se revelaba en realidad cincelado por luces y sombras inadvertidas, zonas sensitivas que le dolían y otras que desencadenaban una risa floja y gutural. Tan pronto se retorcía bajo tu peso como se zafaba de él, o se quedaba inmóvil y con tu cabeza entre sus manos le escuchabas decirte "tienes que tratarme como a una virgen, muchachito".

Aquel primer asalto del trastero se convertía así en un reto de gimnasia y destreza, "¡ay, Señor, qué difícil es colarla en su sitio!". No obstante, en ningún momento te encontraste solo, erais dos en el empeño, y ella jugaba también a vencer la inexperiencia "como si fuera virgen". Hacer como que aprendía era su forma de enseñar.

"¿A ti también te desbravó?", le pregunto a Curro Martín. No suelo apostar por la procacidad, pero después de tantos años sin cruzar palabra me ha parecido uno de los pocos remedios contra las omisiones o insinceridades que interpone el tiempo. Puede salir mal, pero en este caso él no espera más que a apurar el último sorbo. Luego asiente sin hablar, levemente dolido. A todos los que pasamos por la estrecha penumbra del trastero nos gustaba sin duda pensar que éramos los únicos.

Segunda cerveza

La enterraron el viernes pasado, después de un par de meses que pasó comida de dolores. A veces la cita con la muerte yace en las entrañas de un pozo sin fondo, al cabo de un interminable desencuentro plagado de miserias y penalidades. Y eso que Mercedes Galazzo se había programado un final a plazo fijo, después de una vida deliberadamente acortada por el consumo diario de tres cajetillas de Bisonte. "Un cáncer de pulmón. Fulminante". Fulminante parecería cuando le dio la cara, pienso, porque había dispuesto de décadas para hacer nido en su pecho, con la propia y tenaz colaboración de la huésped. Nunca se lo oí decir, pero seguramente le espantaba la ordinaria posibilidad de que la atrapara sin fecha establecida la rueda trágica del azar, y por eso prefirió acelerar por su cuenta y riesgo las previsibles etapas de un suicidio lento. A cualquier hora de la vigilia andaba con el pitillo entre sus enguantados dedos o sus labios de sal, envuelta siempre por la nube de humo que la acompañaba como un aura y exhalando aquel aroma nicotínico que le impregnaba la carne.

Imagino ahora cómo se consumiría esa carne en dos meses de agonía, ardiendo lenta como el libro que era en el que aprendí a gozar de otro cuerpo. Ahora que sé de su muerte me cuesta encontrar los vestigios de aquellos abrazos hambrientos, quizás se borran cuando desaparece uno de los amantes. Apenas quedan pruebas de su existencia. Han edificado en el solar donde se alzaba el club, un inmueble oficialmente declarado en ruinas que ocupaba la pandilla gracias a la codicia de un arrendatario poco escrupuloso. Ella era una mujer con un pie en cada generación, algo mayor que nosotros. De alguna manera, todos los amigos pasamos por sus manos expertas, cada uno a su modo, cada historia diferente y particular. E insisto en que esa convicción de singularidad es la que a cada uno le ayudó a conjurar unos celos que de otra manera hubieran sido destructivos.

-Llena aquí- le dice Curro Martín al camarero-. Y pon dos de caracoles.

-Ella siempre los pedía espolvoreados con comino, ¿recuerdas?

-Sí, para que no le dieran alergia- responde él, como si de veras se creyera esa absurda explicación.

Tercera cerveza

La historia que vivió conmigo transcurrió en la salita habilitada como biblioteca, que ocupábamos un par de horas en tardes sueltas. Nos alumbraba una bombilla pelada y monda, y a veces, en algún lance especialmente fogoso, le dábamos un puntapié a la descuadrada estantería y oscilaban los textos de marxismo autogestionario en precario equilibrio, se tambaleaban Lenin y las memorias del Che y las recetas de Mao y entonces nos quedábamos en suspenso, interrumpíamos nuestro trajín y por un momento temíamos perecer sepultados bajo el peso del materialismo dialéctico. Pero antes de que nos tomáramos en serio el incidente volvía a retumbar su risa tabernaria, proyectada contra los lomos de las biblias revolucionarias o el satinado poster de los Beatles, que nos vigilaban desde una de sus poses legendarias.

Cualquiera de los iconos ultrajados podría haber tomado venganza histórica, pero más que nadie mis compañeros, que debatían en la arena política de la que apenas nos separaba la cerrada puerta de cristales esmerilados. Nos llegaba el murmullo litúrgico de las discusiones, las palabras sueltas que pespunteaban su búsqueda de la verdad, su confusión en aquella época de descomposición de la dictadura. La voz lúgubre de Paco Millán, que ya militaba en la Universidad, el atropellado discurso de Cifuentes, que tenía veleidades teatrales y todas las cuestiones las llevaba al molino de la interpretación, las contadas pero inflexibles intervenciones del remiso Horacio, que practicaba yoga y era vegetariano existencial, las propuestas incendiarias del ácrata Laborda y hasta el proverbial silencio de este Curro Martín que el curso de la vida ha vuelto locuaz.

Todos los amortiguados sonidos del cónclave se colaban en la biblioteca para entrelazarse con nuestro jadeo furioso, con el acompasado chirriar de los muelles y el ríspido gemido del skay al roce de nuestros cuerpos. A nosotros nos era indiferente la sórdida mezcolanza de lo profano y lo sacramental, pero todos estos ruidos irían de vuelta y allá afuera su resonancia sería si cabe más irreverente al irrumpir en el foro intelectual. Suerte que casi todos los allí presentes habían sido iniciados por ella en el erotismo y la tenían en mucha consideración, quizás con la excepción del enfermizo Laborda, que aún no había obtenido sus favores y con una pizca de resentimiento la llamaba "signorina Galazzo".

Una noche oímos un estrépito de timbrazos, carreras por el pasillo y voces destempladas en la escalera, y Curro Martín me recuerda que fue él mismo quien porraceando los cristales nos advirtió a Mercedes y a mí de que el sargento de la Guardia Civil había pasado a hacernos una visita. No era la primera vez que se presentaba de improviso para inspeccionar el antro de comunistas adolescentes, ansioso por hallar un pretexto para el cierre gubernativo. Ella se incorporó con un gesto de fastidio, las infantiles tetas aún al aire. Mientras con los brazos a la espalda se abrochaba el sujetador de copas ortopédicas, sonó cortante su genérica recriminación contra el régimen. "Mi familia conoce al sargento, y voy a darle las quejas. Que busque subversivos debajo de las piedras, si quiere, pero a mis amistades que no las toque. ¡En este país no puede una ni joder tranquila!"

Cuarta cerveza

Pese a haber sido uno de los más insignes del lugar, parece que el apellido Galazzo verá truncada su continuidad genealógica una vez desaparecidos los que actualmente lo ostentan. Son éstos un par de hermanos. El varón hizo carrera diplomática, y la hembra vive en Madrid y trabaja como redactora en un diario nacional. Ninguno de los dos tiene hijos. "Pasaron con ella sus últimas semanas de vida. La mansión parecía otra vez habitada".

La residencia de los Galazzo, donde su padre don Cosme tenía instalada la notaría, estaba casi en las afueras del pueblo, al cabo de una calle desierta bordeada de naranjos que hacía las veces de paseo. El camino no conducía a ninguna otra parte, de modo que sólo lo transitaban los clientes de la notaría, con copias de contratos o escrituras de florida portada bajo la axila. Con un poco de imaginación, aquella vía pública habría sido bautizada como "Alameda de los abajo firmantes".

Además de las oficinas, que los vecinos del pueblo conocían de sobra, la planta baja albergaba otras dependencias, cuyo interior se adivinaba vagamente tras los cortinajes de los ventanales corridos. En un costado se situaba el salón familiar, amueblado según se decía con piezas de costeada antigüedad, y en una esquina umbría, a todas horas iluminado, el despacho de don Cosme. Quizás por capricho, o porque necesitábamos creerlo así, estábamos plenamente convencidos de que aquel gabinete era un antro de la reacción. De que siempre había sido inocente covachuela donde el párroco y la autoridad tomaban chocolate, pero después de la muerte de Franco se urdían allí peligrosas conspiraciones golpistas. ¡Qué mal informados estábamos! Aquel apacible notario (quizás mal conocido por ser hombre de muy pocas palabras) era monárquico desde su juventud, y su discreta mediación fue requerida por las incipientes fuerzas locales para constituir la Junta Democrática del municipio. Pero eso sólo lo supimos años más tarde. "Uno más entre tantos errores de apreciación como cometimos", se lamenta Curro Martín, la voz tomada por la cerveza y el resentimiento generacional.

La muerte de su padre fue el primer golpe que Mercedes Galazzo sufrió en la vida.

Quinta cerveza

-¿Te das cuenta?- repone Curro Martín, mientras traza pensativas líneas sobre la escarcha perlada del vaso-. Todas esas rarezas, andando el tiempo, se demuestran perfectamente verosímiles. La vida no es como pensábamos, sino como la veía ella. Pura excepción.

A raíz de la muerte de don Cosme, su catálogo de excentricidades (echarle salsa Perry a la Coca-Cola, considerarse incapacitada para conducir por causa de una extrañísima dislexia llamada "estereognosia", estudiar italiano en la Dante cuando hacían furor las academias de inglés) comenzó a ensombrecerse. Adquirió una serie interminable de fobias numerológicas que le hacían imposible vivir. Al ocho, a los impares, a los números primos, a los años bisiestos, al mes de octubre… Luego pasó a los colores, la horrorizaban el malva y el gris, y por último le cogió miedo a la noche. Nunca permitía que la sorprendiera en la calle, y en casa tenía un temporizador en la mesilla para que la luz nunca se apagara antes de que la venciera el sueño. Era como si su añosa orfandad hubiera hecho descarrilar la anarquía en que hasta entonces orbitaban sus gustos y deseos. La nueva Mercedes Galazzo se había impuesto la obligación de regirse por un código de reglas bien definidas, como la gente madura. Pero, como quiera que su formación no se las había proporcionado, llenaba el vacío con supersticiones aún más absurdas que las creencias de antaño, y no tan inofensivas como ellas.

-¿Tú crees que eso es todo cuanto le sucedió? ¿Que se le murió su padre?- aventuro una duda, y en mi pregunta, junto con la incredulidad, se insinúa un involuntario tono de burla. Tarde es ya para lamentarlo, cuando siento la ojeada censora que me lanza Curro Martín.

-La gente cambia de la noche a la mañana. No sé de qué autor es un personaje que se transforma por completo después del golpe que se da con una hoja de la ventana.

-Es de Borges. Y lo que ocurre es que contrae una encefalitis traumática.

-¡Lo que sea! También los hay que se levantan un día con el pie cambiado, y terminan arruinando su vida sin causa aparente.

Transcurre un lapso de tenso mutismo. Luego, más sereno, como disculpándose, añade él:

-Es que don Cosme, con su corpulenta humanidad, era mucho escudo protector. Su falta la dejaría en cueros.

La frase me la hace imaginar desnuda, con una desnudez que, por extraño que me resulte, no es tan procaz como lastimera. Su piel cristalina me inspira compasión, y si aún estuviera viva me apresuraría a echarle una manta sobre los hombros.

Sexta cerveza

Pero fue la variación de sus hábitos eróticos lo que hizo pensar que algo muy profundo se estaba removiendo en su interior. Ella, que al abogado que bebía los vientos por sus encantos lo había convencido de que tener un solo testículo no era una minusvalía, y le había presentado incluso a la hija del alcalde con la que el muchacho terminó haciendo una boda ventajosa… Ella, que al naturópata aquel que pretendía embaucarla con prácticas de yoga lo había animado a salir del armario y a redecorar la herboristería… Ella, en fin, que tan generosamente se había repartido entre tantos, se empeñó en un reto monógamo. Fue la más dura de las reglas de corrección que se impuso cumplir.

El beneficiario fue un pintor cocainómano que sólo la amaba en tercer lugar. Ignoro si lo amaba ella, pues no era de amarlo de lo que se trataba, sino de arrostrar una prueba de fuego. A él la adicción estaba siempre a punto de reducirlo a un estado vegetativo, y dependía de ella absolutamente para todo. Tanto para comer algo caliente o ponerse una camisa que no apestara como para consumir regularmente la dosis que Mercedes le procuraba por caridad. Para complacerlo aprendió ella a rayar el polvo blanco y a aplicarle el encendedor a la cucharilla el tiempo justo para proporcionarle un par de horas de paz.

Ninguno de los dos iba a ninguna parte. Tampoco su relación, que se prolongaba merced a una fórmula aberrante de necesidades compulsivas satisfechas por una entrega samaritana. Por entonces, yo me había mudado a la ciudad. De modo que las noticias que tengo de la historia proceden de terceras personas, que tenían poco que contar y mucho que lamentar de la vida que llevaba Mercedes Galazzo. Muchas se limitaban a torcer el gesto cuando se la mencionaba.

Me hice una cabal idea del infierno en que se había convertido su existencia una tarde lluviosa en que la vi en una cafetería. Había entrado, como yo, a guarecerse de la lluvia. Arrastraba de la mano al pintor en trance, al que acomodó en una silla y dejó que siguiera hablando solo. Él pronunciaba una salmodia monocorde que no interrumpía ni para coger aire, mientras ella se puso a mirar al vacío. Era la única en el local que no prestaba atención a la cháchara obsesiva de su acompañante, permanecía a su lado como cuando nos situamos junto a la lavadora en espera de que el motor termine por sí solo su prefijado ciclo. Pero, con la telepatía de su ya dilatada dedicación, supo sin verlo que la ceniza del cigarrillo de él iba a caer sobre la tapa, y empujó el cenicero en el último momento.

Yo me encontraba en una esquina de la barra y podía contemplarla en detalle. No me llamó la atención que la piel se le hubiera descolgado en las comisuras, ni que empalmara los Bisonte como una descosida. No. Lo más sorprendente es que sólo recordaba vagamente a la Mercedes Galazzo que recordaba yo. De hecho, hube de hacer un esfuerzo para reconocerla en aquella mujer que balanceaba continuamente el cuello en círculos, parecida a esos perritos que se colocaban sobre el salpicadero del coche, y cuya cabeza oscilaba al frenar, como diciendo que sí hasta la saciedad. No tuve la valentía de acercarme para saludarla. Me disuadió el temor de que, tras mirarme con aquellos ojos vidriosos, me preguntara quién era yo.

-¿Y qué pasó con su amante?- le pregunto a Curro Martín.

Él se toma su cumplido tiempo antes de contestar, y lo hace con cierta desgana, como si la respuesta fuera obvia. Los que se quedan siempre tienen algo que reprocharles a los que cambiaron de aires, y aprovechan cualquier resquicio para pasarles factura de su disgusto.

-Un hermano suyo, diputado autonómico, se presentó un día en el piso y se lo llevó para ingresarlo en una institución.

-¿Y cómo está ahora?

-¡Ah, divinamente! Hace poco expuso en una galería de vanguardia. Y se quedó con el piso.

Se hace el silencio entre nosotros. La historia de Mercedes Galazzo tiene poco que contar y mucho que recordar. La espuma de la cerveza, rebosando por el borde de cristal, me recuerda por ejemplo el timbre de su risa trepando por las paredes de la habitación, mientras éramos absurdamente dichosos. Mal que les pesara a Mao, a Lenin y a Rosa Luxemburgo, cuyas ceñudas miradas nos lo reprobaban desde el anaquel.

-Llena aquí- la voz un tanto enredada de Curro Martín se dirige hacia el otro lado de la barra.

La mía tampoco debe sonarle muy católica al camarero cuando añado:

-Y dos de caracoles. Pero los espolvoreas con comino, no sea que nos den alergia.

Este relato ha obtenido el Accésit al Premio de Relatos Breves Sierra de Albarracín