domingo, 28 de diciembre de 2008

EL CASO LITTMANN

"¡Ay, virgencita! ¡Y qué miedo han pasado estas carnes de negra, mire usted! Primero con los dos tipos aquellos, tan malencarados. Que si no estaba detenida, que si sólo querían hacerme unas preguntitas... Pero claro, como ya no abrieron la boca, por más que yo juraba que no había hecho nada malo... Luego el fiscalón aquel, o secretario, o lo que fuera, que con los ojos se iba y se venía a estas dos teticas tan bien puestas que tengo, para mi desgracia. Pero oiga, el fulano ni disfrutaba, es como si quisiera rebanármelas para llevárselas a casa y botar lo demás a la basura. Lo supe cuando me miró a la cara, una sola vez que lo hizo. Yo ya me veía presa, sobre todo cuando me pasaron al despacho del juez, otro que parecía haber tomado vinagre. Fíjese, se calzó unas gafotas de mucho aumento, para que no se le escapara ni una letra de la menuda, y se puso a indagar sin prisas en mis papeles de residencia, picoteando como los pajarillos cuando buscan lombrices en la tierra". "¿Y usted qué declaró, concretamente?", la cortó él impaciente, al otro lado del teléfono el preámbulo enloquecido de la tal Abundia le estaba provocando dolor de cabeza. "¡Ay, mi amor! ¿Y de cuándo acá esas formalidades? ¿Por qué no me tutea ahora? Se va a parecer al comisariote que me llevó de regreso a casa, que con muy buenos modales me decía 'a usted la vamos a tener que expulsar'. Pero yo creo que iba de farol conmigo, lo que trataba era de asustarme, ¿verdad? Allá en República Dominicana la policía hace lo que le viene en gana con la pobretica gente, pero aquí todo el mundo tiene sus derechos de persona, hasta una mulatona sabrosa como yo que se gana la vida como mejor puede y sin fregar a nadie. ¿O acaso en este país es un delito darle gustazo a los clientes?" "¿Qué ha o has firmado?", volvió él a interrumpirla con estratégica gelidez, la única vía por la que podía obligarla a un mínimo de concreción. "¿Pues qué voy a firmar? Pues lo que les conté, todita la verdad y nada más. Que acudí a tu llamado y te hice un servicio. Con este cuerpo sería ingenuo andarle baldeando el suelo a los ricos, nadie se lo creería, aunque eso no sea ninguna deshonra. Pero sucede que yo no tengo contrato de trabajo, así es que está muy claro a qué me dedico. Lo que le oigo a usted es muy preocupado, galán. Como si se le hubiera indigestado este revuelo, ¿no es cierto? Claro, los que están todos los días en los papeles agradecen un poco de paz. Pues fíjese que a mí me ocurre lo contrario. No me conocen ni en mi casa a la hora de comer, y de pronto, pues que me ha dado hasta un poco de alegría, ver en los diarios mi nombre, aunque sea mezclado con el de algún criminal que sale en la misma página. Y lo que ya no podré olvidar es que se me relacione con un personaje de relumbrón como usted, es un orgullo para toda la vida. Y no se me apure tanto, mi niño", el tono de voz de la negra describió un quiebro prodigioso en el aire, se volvió meloso y aterciopelado. "Yo les dije que habíamos echado un polvo mercenario, con esas mismas palabras, que una no tiene instrucción pero se ha rozado con algunos hombres de mundo. Mercenario y por donde hay que echarlo, les repetí, para que no quede duda".

Él permanece en silencio, considerando la escasa credibilidad de esa declaración que ha firmado Abundia, deseosa la pobre de suscribir una mentira piadosa frente a la verdad incuestionable de las imágenes que circulan por ahí. Pero cada una de ellas es más demostrativa que todo el raudal de frases exculpatorias que la negra haya podido verter en el juzgado por entre aquellos labios reventones. Ella debe tener conocimiento del vídeo que se está distribuyendo, intuirá vagamente que es la categoría del cliente unida a la catadura del servicio lo que lo convierte en materia de interés judicial. Un interés que para ella, animal mimético en la selva de la inmigración ilegal, siempre será perjudicial. Y sin embargo, la generosa Abundia apuesta por esa mentira imprevista, una versión que terminarán por desacreditar la condición, el oficio y la insolvencia de la testigo; esas veladuras que se transforman en tupido telón para cualquier realidad que haya detrás. Mientras que la otra versión, la visual, aunque también distorsionada por una tenue cortina, se delata por sombras cuya identificación admite poca controversia. "¿Has mencionado el nombre de la agencia?", le pregunta él, con prosaico desaliento, como un burócrata convencido de la inutilidad de su trabajo. "¿Me tomó por tonta? No existe ninguna agencia. Yo me anuncio en la sección de contactos, con mi nombre artístico y mi número, que es al que usted me telefoneó, para citarme y darme la dirección. ¿Ya no se acuerda?"

Él hace como si se acordara, calla y otorga. ¡Qué bobos son a veces estos clientes ocasionales! Si se le hubiera ocurrido a ella mencionar a la húngara o a Don Eliseo allí donde el juez, entonces es cuando la acribillan, por chivata. Bien claro le tienen dicho que se haga cuenta de que ellos no existen. Y que le está terminantemente prohibido acudir a ninguna cita que no le indiquen ellos, los únicos que la llaman al móvil porque son los únicos que conocen el número de la chicharrita, para avisarla a cualquier hora. El otro número, el comercial que la anuncia en prensa, ése vaya usted a saber con quién comunica. Éstas son las reglas hasta que pueda establecerse por su cuenta. ¿Y dentro de cuánto tiempo será eso?, les preguntó ella una vez, con mucha humildad. Dentro de un par de millones que nos debes, le contestaron. Por lo visto una pieza como ella tiene muchos gastos aparejados, que si la alimentación, que si perfumes, que si la manicura... Se come casi todo lo que gana, le dijeron.

Don Eliseo le recomendó que se esmerara en satisfacer a este cliente, que era algo especial. Al argentino, siempre tan seriote para transmitir los recados, se le notaba el esfuerzo por parecer jovial. Sería para resultar convincente que aludió a la posibilidad de una gratificación si se portaba regia. Y a ella ese incentivo le hizo mucha ilusión, porque desde hacía meses no enviaba a casa más que la reiterada promesa de mandar a por las nenas en cuanto le concedieran acá ciertos visados que andaba tramitando. Más allá de esas esperanzas, ni un centavo.

El taxi que pasó a recogerla la dejó en la puerta de un bloque de apartamentos de alto nivel, la vista se remansaba en el verde de los parterres y los setos parecían cuidados por jardineros expertos en geometría. Estaba anocheciendo y en el portal, profusamente iluminado, se dejó escudriñar por el ojo electrónico del portero, antes de que el seco chasquido de la reja le franqueara el paso a aquel otro mundo de paredes marmóreas y techos monumentales que amplificaban el eco de sus pisadas. Al pasar frente a los grandes espejos del hall se contempló de reojo, como si no conociera de nada a aquella negra con la que se hubiera cruzado por la calle. Y lo primero y principal que un examen pondría de manifiesto era el carácter excepcional de todos sus atavíos: el peinado reciente de sus bucles africanos, que le atirantaba el cuero cabelludo; las joyas prestadas para la ocasión; y la gabardina, como la de los ladrones y espías, sin otra función que la de ocultar lo que envuelve, en este caso el esplendor de su vestido azul turquesa, aunque el color parecía virar tenuemente o espejear en las curvas de aquel cuerpo naturalmente hermoso. Cerró los ojos para juzgarse únicamente por el sonido de sus andares, la cadencia contra el mármol de sus tacones de aguja que amenazaban con perforar los tímpanos. Pero le faltó recorrido suficiente para la prueba, pues se dio de bruces contra el ascensor, que lamentablemente estaba averiado. Se sabía señalada por una suerte agorera. Si lo infalible tenía que fallar, seguro que era cuando pasaba ella por debajo. Así es que emprendió resignadamente la escalada a la cuarta planta, y cuando estaba a punto de culminarla se olvidó del cansino fuelle de su pecho para volver a concentrarse en el ritmo de sus pisadas. Los escalones habían terminado por desposeerlas de su estilo postizo y su falso abolengo. Definitivamente, sonaban como las de cualquier señora de la limpieza.

Mientras recuperaba el resuello, estaba de nuevo situando cada pliegue en su sitio cuando abrió él, que la habría estado aguardando al otro lado de la mirilla. Le dijo "buenas noches, pasa, por favor", y Abundia, aun sin distinguirlo con nitidez en la penumbra, descolgó la mandíbula y puso los ojos de plato y trató de pronunciar una frase que la sorpresa no le dejaba terminar, "¡tú eres...! ¡tú eres...! ¡tú eres...!", y él, con cierto hastío de su celebridad, la dejaba manotear en el aire, como chapoteando en una de esas lagunas que abundan en la memoria para los nombres que esperan entre los labios. "¡Ay, sí, hombre! Si lo tengo en la punta de la lengua. Ése de la radio en el programa de tarde". "José Carlos Littmann", se presentó él. "¡Ése, ése!", exclamó ella sofocada y exultante, como si hubiera sido suyo el mérito del hallazgo nominal. "De cara ni lo tenía fichado, ¿sabe? Pero la voz es otra cosa. A mí una voz no se me despinta, y la suya la he reconocido a las primeras de cambio".

La voz radiofónica que la mulata recuerda de La lupa ("un espacio de investigación que amplía los detalles para que usted los tenga claros") está sin embargo sujeta a su ritmo circadiano. De noche y al natural no suena tan amable como la vespertina cuando se entrecruza con entrevistados complacientes o radioyentes afines. Lo que oye Abundia cuando penetra en el apartamento es una indicación imperativa para que se siente en el mullido sofá que sin otro acompañamiento ocupa el centro del salón. Un sofá que más bien parece un estorbo, allí ubicado en virtud de un provocador criterio art-déco. Máxime porque el canapé de diseño es una isla de luz; iluminada por el foco escénico que pende sobre su cabeza ella se desprende del fácil vestido, duda por un instante entre el deshabillé gradual o el despelote absoluto, para decidirse por el aparatoso liguero que comienza a desabrocharse. En definitiva se apresura, un tanto intimidada, a cumplir la orden que el divino locutor le ha dado sin prolegómenos ni miramientos, "ve preparándote", antes de sumergirse con acolchados pasos en el lado oscuro de la estancia. Luego el hombre se encierra en el cuarto adyacente.

En el estricto silencio de la sala, Abundia sólo oye su propio trajín mientras se desciñe los arreos de puta. Desnuda y luminosa, lanza repetidas miradas de mosqueo hacia aquella puerta cerrada, sin cuidarse por los mohines de recelo y extrañeza que exagera, como la que en una situación comprometida no se sabe bajo el ojo de una cámara oculta.

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Míralo, tan tranquilo, como si la cosa no fuera con él... Como si hoy hubiera amanecido un día cualquiera, uno más en este calendario de ruindades y escándalos epidémicos que a fuerza de sobresaltar a la opinión han terminado por anestesiarla, los golpes ya indoloros desgastan el crédito de los poderes y colman la medida del equilibrio institucional sin llegar a rebosarla nunca. Pero este caso, sin tener por protagonista a un hombre de Estado, provocará una fisura irreparable en sus cimientos. Y sin tratarse de una transgresión política ni de una corrupción económica, antes bien de una aberración íntima, no se considerará como una cuenta más del rosario, será episodio que marque un antes y un después en la turbulenta etapa del felipismo terminal.

Pero Littmann, hoy hombre del día, hoy ojo de un huracán que sólo con rozarlo podría dejarlo fuera de combate, ha acudido puntual a cumplir con más rigor que nunca el adquirido compromiso con su público. Como el cómico que sin subrayarla enfatiza su profesionalidad haciendo la función de noche después de haber enterrado a su madre por la tarde. Creo recordar que faltó en una ocasión por un cólico nefrítico, y cuando el accidente de su mujer, se llamó precipitadamente al siempre disponible sustituto que le cubre los recesos vacacionales, designado por su pasmosa mediocridad que así hace más patente el eclipse estelar. No obstante, e intuyendo hasta donde me es posible cómo funcionan sus reflejos mentales, hoy, que constituye él mismo morbosa noticia de portada, tenía que dar la cara desde primera hora de la mañana, para que en la redacción se la vieran insultantemente fresca y lozana, y proyectar su bella voz de barítono como hará a la hora en que lo esperan los millones de incondicionales abonados a su audiencia. Me devora la curiosidad por saber qué tendrá preparado para esta tarde, qué truco de magia o fuego de artificio, qué pelea caballeresca o finta de anguila, qué emotivo alegato o manto de silencio para el comentario editorial que se reserva y elabora siempre personalmente, es un secreto al que ni siquiera los guionistas tienen acceso. Es seguro que ahora estará redactándolo para sus adentros. Sus respuestas no pasan del esfuerzo monosilábico para atender a la avalancha telefónica que lo requiere, hierático en su puesto de mando, encerrado y sin embargo visible para todos en esa especie de garita acristalada que tiene por box. Estratégicamente situado para ver desde allí a todos, hasta el último currito. Él se sabe de continuo observado, de ahí que adopte una postura prefigurada, como los santos expuestos en las iglesias; en cambio mis compañeros desconocen exactamente cuándo se encuentran en su punto de mira, por eso se sienten vigilados. Y ese asimétrico juego óptico constituye una gráfica demostración de su superioridad.

Es imposible que durante todos los años que llevo adscrito a la plantilla no me haya mirado nunca directamente a la cara, siquiera sea para enviarme a algún mandado menor o encargarme una tarea denigrante. Y sin embargo, ésa es la certera impresión que tengo, la de haber sido siempre invisible para él, un vacío que no atrae su atención, si acaso un bulto cuya fisonomía no ha dejado ni una mínima huella en la retentiva del gran jefe. Cuando desparrama la vista en redondo, sin fijarla concretamente, hay quien experimenta incluso un escalofrío, como si un peso indefinible se le hubiera posado encima. Alguien lo ha comparado con aquel modelo atómico de Böhr según el cual el electrón podía estar al mismo tiempo en todos y cada uno de los puntos de su órbita. En cambio yo me siento sistemáticamente exceptuado de esa ubicua atención visual, que resbala por mi persona sin detenerse jamás en ella. Es lo mismo que me ocurría con las imágenes de Jesucristo, presente en la cabecera de la cama paterna, y en el rincón tenebrista del confesionario y en cada pared del colegio religioso, repetido hasta la náusea, sus córneas abombadas perdidas en la eternidad. Etéreas y no obstante destinadas, por conducto del dogma eclesial, al corazón de todos y cada uno de los hombres. Pero no para mí. Yo miraba a los cuadros, desde todos los puntos en que me iba situando la edad o el deseo, y fuera cual fuera la perspectiva siempre se me antojaba que las planas y esmaltadas pupilas de Jesús, sin proponérselo siquiera, miraban para otro lado. Como si entre los ondulados brazos de la modosa melena, los ojos misteriosamente vivos estuvieran posando para una naturaleza muerta, ausentes para los míos. La órbita infinita del divino y candente electrón nunca pasaba por donde aguardaba yo, siempre lo hacía por delante de mis narices.

Sonará a chiste, pero ni Cristo ni Littmann han reparado jamás en mi insignificante presencia, no me explico por qué lo hizo la voz de mujer que me llamó a este mismo teléfono para preguntar si me apetecía buscarle las cosquillas a la vaca sagrada de la radio. Traducía una buena educación rica en peculiaridades. Así, se la adivinaba solvente y dominante tras aquella dicción de ortodoxia vallisoletana, sin privarse por ello de la cadencia matritense, displicente y chulesca, que delata a los afincados capitalinos. Diríase que me estaba leyendo el pensamiento, o que el mío era tan elemental que resultaba perfectamente legible. El caso es que lo presentaba todo bajo un punto de vista factible, se adelantaba a mis timoratas objeciones y ofrecía soluciones inmediatas a las dificultades que yo planteaba.

Con una mezcla de finura y desfachatez, la mujer pija me fue explicando que la línea privada de Littmann había sido pinchada para derivarla a una de las mías. Yo debía estar al loro, porque cuando él hiciera una llamada a cierto número sonaría mi teléfono y yo sólo tendría que descolgarlo para escuchar cómo concertaba el pájaro una cita para la tarde o noche, quizás no mencionara la dirección exacta, pero sería "la que sigue, toma nota". A continuación yo contactaría con un fotógrafo que trabaja por libre y al que sólo conocía de oídas, el cual estaba en posesión de una llave, aunque ignoraba que abría la puerta del piso de enfrente. Desde sus ventanas se divisaban las del apartamento donde se había citado Littmann. "Ahí va el número del portal y el rellano", yo tenía que acompañar al fotógrafo al puesto de observación, donde montaría él una cámara de vídeo para grabar lo que aconteciera al otro lado de la calle. Luego me haría cargo de la cinta y la depositaría en un apartado de correos. "¿Puedo tomarme un tiempo para pensarlo?", pregunté. "Puedes incluso negarte", repuso la voz con frío dominio del sarcasmo. "Sabiendo que en tal caso te cortarán las pelotas. ¿O crees que te facilito todos los datos para que rehúses colaborar? ¿Me tomas por imbécil? Fíjate hasta qué punto estoy convencida de contar contigo que hasta se te va a pagar por anticipado, mañana mismo encontrarás una generosa compensación en tu cuenta corriente. Te la embolsas y chitón, que te conviene". Su entonación era tan tersa, tan delicada, que los préstamos lingüísticos de los bajos fondos producían el efecto de la mierda en una copa de champán.

Pese al abultado cortejo de pistas que la precedía, el misterio original de aquella voz se mostraba impenetrable. Como no fuera por el ruido de fondo que la acompañaba, una especie de fluido eléctrico incesante, un sonido de automatismo sospechoso que hacía pensar en escuchas policiales, en sobornos telefónicos, en los ecos de un recinto altamente tecnificado... Por más vueltas que le he dado, no he logrado desentrañar el enigma de semejante zumbido.

Aquella voz era de una agresiva belleza, y yo soy muy vulnerable a las amenazas. A pesar del poco aprecio que le tengo a este pellejo miserable, siempre he estado decidido a conservarlo todo el tiempo que me permita una plácida muerte natural. En los días siguientes, mientras acechaba la presa, la exculpatoria sensación de estar siendo extorsionado alternaba con otra de complacencia por propiciar la caída de aquel santón aborrecido. Ahora, cuando ésta se ha consumado, el trasunto cristológico vuelve a reverdecer. En esta mañana de amarga nombradía para él, tiene cara de crucificado a punto de resucitar. Y contra los dioses nada pueden las zancadillas.

Alguien atribuirá mi atormentada conciencia de inferioridad a aquel sentimiento religioso de exclusión que me persiguió en mi niñez y tan mal cristalizó. Yo soy el primero en suscribir ese achaque. Alguna consecuencia habría de tener la machacona insistencia de los curas en persuadirme de que Dios no me había otorgado la gracia de la fe, razón por la que yo no veía profundidad en los ojos del Señor. No es raro que a un tipo con esa cruz de ceniza terminen expulsándolo de todos los paraísos, o no admitiéndolo a ellos. Aquella carencia de gracia teologal, por simple evolución etimológica, se me ha manifestado luego en todos y cada uno de los órdenes de la vida, hasta convertirme en un completo desgraciado. Sólo que, para colmo de males, poseo una aguda sensibilidad para la percepción de mi propia estrechez espiritual. Pese a mis limitaciones, no adolezco de esa feliz inopia interior que a los débiles mentales los vacuna contra la curiosidad.

"La curiosidad mató al gato", dice Carabias, en una alicorta incursión humorística que le chafa su cara de pocos amigos. Noto su dedo percutor en mi omóplato para que me aparte del visor. Luego se inclina para regular el trípode y subiéndose las gafas a la frente guiña un ojo y acomoda el otro, ajusta el foco con mucho cuidado, rectifica el encuadre, entreabre un poco más los tablones de la persiana, todas estas operaciones muy atento a los detalles. Cuando vuelve a mirar, satisfecho ya con los preparativos, se relaja y parece entonces un científico ante el microscopio, dispuesto a la rutinaria observación de gérmenes que tiene muy vistos. "Donde está la negra hay buena luz", le oigo murmurar para sí. "Con un poco de suerte se lo montan ahí mismo en el sofá, el sitio es ideal, si lo hacen a propósito no les sale mejor la ambientación. Nos ha venido Dios a ver con esa lámpara de techo tan potente, es una bendición para filmar. Ahora que si se les ocurre meterse en la habitación no vamos a poder grabar nada de interés, nuestro gozo en un pozo". Habla con un susurro ronco, el silencio del microbiólogo convertido en la cautela del naturista que no desea espantar el apareamiento de las especies en su hábitat. "Aunque a nosotros nos trae al fresco, lo mismo vamos a cobrar. Eso es lo bueno que tienen estos trabajitos particulares, si no hay condiciones no se va a perjudicar el profesional. No es como la prensa, que no retribuye los encargos fallidos, y a los asalariados los tiene haciendo guardia hasta que consiguen material publicable. ¡Negreros...! Esta gente por lo menos paga bien. ¿Cuánto te han pagado a ti, oye?"

Le digo que no tengo ni idea, todavía no he ido al banco, y él levanta la cabeza para mirarme con innegable desconfianza. Debo parecerle un bicho raro, a él que llama la atención por su aspecto desgreñado y estrafalario, no muy aseado y precedido por un insociable tufo a sobaquina. Le pregunto si sabe qué gente es ésta que nos ha contratado, y él, volviendo a aplicar el ojo a la cámara, repone encogiéndose de hombros que ni lo sabe ni le importa, pero que no hace falta ser un lince para adivinar de dónde pueden venir los tiros y quiénes quieren cargarse a Littmann. "Y además no se pierden detalle de la operación. Desde que llegamos hay un coche aparcado en la esquina con un par de individuos dentro que no me dan buena espina".

Esta vez la susceptibilidad le ha jugado una mala pasada a Carabias, yo conozco el Toledo al que se refiere, incluso a la pareja que hay dentro. Son policías de paisano, pues después de su campaña de denuncia contra la corrupción socialista Littmann emprendió una cruzada antiterrorista, que desarrolló hasta que su nombre apareció en papeles incautados a ETA en el sur de Francia, momento en que accedió al dudoso y selectivo privilegio de que Interior le asignara protección policial. Ignoro si el vehículo camuflado está también metido en este fregado o si los escoltas de servicio aprovechan el respiro nocturno para dormitar, limitándose a guardarle las espaldas al periodista si llegara el caso, que Dios no lo quiera. Cuando me oye decir que el Toledo es de la policía, el fotógrafo inescrupuloso me mira de arriba abajo, pausada y repetidamente, y al rabillo de sus ojos mortecinos asoma un destello de insólita ironía. Él está enterado de muchas vidas y milagros porque se mueve entre la canalla de la profesión, pero duda de que un sujeto irrelevante como yo se halle al tanto de ciertos hechos y motivos. "Los famosos y las estrellas no debieran estar tan pendientes de los peligros manifiestos y cuidarse más de los ocultos. Tu peor enemigo puede ser el que no lo parece, por ejemplo el que trabaja para ti", dice cabeceando, como si acabara de descubrir una ley matemática y no le importara lo más mínimo que ésta me afectara. Y a continuación vuelve a ocuparse de lo que sucede enfrente, donde la mulata hace rato que espera desnuda al desenlace de la acción.

Como Carabias es un autónomo impenitente, no sabe lo que es soportar diariamente la desconsideración del hombre para el que no sólo trabajas, le profesas además una admiración rayana en la idolatría. Tu casa está llena de referencias y objetos de culto a su persona, recortes alusivos a su trayectoria, noticias sobre los Ondas que le han concedido, fotografías de prensa o de ceremonias a las que asistió, grabaciones de programas memorables y de discursos oficiales, entrevistas señeras, Littmann buceando, jugando al golf, navegando con el Rey, a punto de llegar a las manos con aquel ministro que terminó por dimitir, saliendo de la emisora muy demacrado, la instantánea fue tomada algunas semanas después del accidente que dejó paralítica a su esposa. Muchos momentos de gloria y algunos de amargura que coleccionas sin que sean tuyos, son lo más valioso que hay en tu vida y pertenecen a otra, por la que habrás cruzado cientos de veces sin haber dejado siquiera constancia de que existes.

"Eso es, eso es", el fotógrafo rompe su mutismo, en su voz tiembla una especie de fervor, como el del observador escéptico e impasible cuando se avecina un fenómeno excepcional. "Ya sale el maromo. Eso es, perfecto. Venga, no te quedes en el rincón, sal a la luz, háztelo con la negrita en el sofá. Así, primero un pasito y luego... ¡Hostias!", Carabias lanza un respingo y se endereza restregándose el ojo, como si le hubiera saltado alguna esquirla. "Mira tú, que yo ya no sé si estoy viendo visiones", y me señala a la cámara con enojado desplante.

Me asomo a la ventana indiscreta, y en el centro de la escena encuentro, sentada, a la mulata de lustrosa cabellera africana y piel como madera barnizada, el pubis al aire y las manos distraídas sobre los pezones, con los ojos agrandados por la sorpresa y en el rostro el esbozo de un gesto aún no definido por la confusión. Pues ante ella se yergue un engendro de abigarrado corpiño rojo de pasión, profuso en encajes, cordones y puntillitas, del que emergen por debajo dos piernas blancas y velludas, montadas sobre plataformas zancudas y embutidas en unas medias sujetas por ligas de fantasía en la mitad del muslo. Por los lados asoman los brazos desnudos y toscos como troncos con abundante mata en las axilas. Y por arriba la cabeza de Littmann, o la que correspondería a la suya bajo aquella peluca rubia platino, el maquillaje faraónico de los ojos y los perfilados labios de cereza. Ante el desconcierto de la mulata, la figura hermafrodita ensaya unos pasos felinos de pasarela, cimbrea su gruesa cintura, afemina burdamente las caderas y pone culo de esquiador acariciándose la redondez de las nalgas, antes de volverse hacia el ojo de una cámara imaginaria que en este caso no lo es, para mostrar en su plenitud el esplendor de su pose suprema. Como si se sintiera observado/a, afila entonces la mirada jeroglífica, adelanta soberbio/a la barbilla, pone morritos que se relame con una lengua vibrátil y contonea las puntiagudas copas del corpiño, es un número de inspiración cinematográfica transformado en caricatura de cabaret.

En ese punto del espectáculo, me desplaza el violento codazo que me propina Carabias, y ya del resto de la función sólo me llega su airada retransmisión de las procacidades visuales. El fotógrafo fisgón se ha revelado como una de esas personas incapaces de encajar el absurdo. Oigo retumbar su voz rabiosa en el silencio del apartamento a oscuras, la mirada perdida en el desierto de la calle, rehuyendo expresamente aquel ventanal vergonzante que está radiografiando un juego de lentes.

Contemplo en esta mañana de escándalo mediático la otra versión del mismo hombre, la pública que mantiene con la clandestina un secreto parentesco, quizás consistente en esa expresión de reto y poderío que esbozó bajo su disfraz de cabaret y que en la redacción constituye su cara de costumbre. No diré que me parezca mentira la identidad de persona para la duplicidad de imágenes, la del travesti turbador y la del líder de opinión. Tal vez sea sintomática la escisión que esconde el comunicador ejemplar, afable con su audiencia y despótico con su equipo humano. Son muchas las caras que tiene este personaje poliédrico, todas ellas enhebradas por una secuencia de claroscuros que cifran el secreto del triunfo. Y quizás mi traición, que pretendía escarmentar al semidiós, le ha brindado la oportunidad victimista que aguardaba para ascender de categoría.

Temo la llegada de mi extracto bancario mensual, con el apunte de mi saldo incrementado en treinta monedas de plata. Puede que ante esa eventualidad, vencido por la deidad carnal, decida rebelarme contra la otra, la inconsútil que administra los pecados y el perdón y sobre todo la muerte. Porque precisamente esa última y divina atribución, la de decretar la muerte a su tiempo, es el único monopolio sagrado que puede boicotear el hombre, sobre todo un hombre desesperado como yo por el peso agobiante de la vida, que tendrá que dejar colgando de la primera higuera que encuentre a su paso.

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Es portentosa la capacidad de deformación que sobre la estricta realidad de los hechos ejercen las circunstancias contextuales. El cómo, el cuándo, el quién y el porqué son los apellidos que una vez averiguados conforman un nombre a menudo tan completo como falso. Es como si desentrañar "toda la verdad" la transformara en mentira. Lo curioso es que él ha conocido a periodistas capaces de creerse a pies juntillas las versiones fabricadas por compañeros especialmente dotados para la literatura fantástica, cuando no las historias inventadas por ellos mismos.

Claro está que este embrollo de contradicciones deontológicas se complica aún más cuando intervienen los espejos, cuando el pintor se pinta a sí mismo ante el lienzo o el director de un periódico se convierte en noticia de todas las portadas.

La centralita está a punto de reventar, y todavía habrá de contener la abrumadora lista de espera que se acumula al otro lado de las líneas. No ha despegado el auricular de la oreja en toda la mañana, tampoco los labios casi, con variantes léxicas o temperamentales se trataba de escuchar el mismo soliloquio argumental, le estaban llamando todos los que tocaban algo del cuarto poder para hacerle patente su solidaridad, para fichar en la ventanilla del confesionario y allí depositar su indignación por el affaire "en el que se había visto implicado".

"El vídeo ha sido remitido a todos los ámbitos del Estado, al gobierno, a los partidos políticos, a los ministerios, a los sindicatos, a las asociaciones empresariales, a los arzobispados, a las redacciones, a las administraciones autonómicas, a la Zarzuela... Tampoco hay una personalidad que goce de cierto peso específico que no haya recibido el paquetito explosivo, artistas, intelectuales, dirigentes, diplomáticos, militares de alta graduación... En fin, un bien orquestado acto de sabotaje, de terrorismo contra la prensa. Cuál no habrá sido la resonancia del caso, José Carlos, que la Fiscalía General, remisa a intervenir cuando, por ejemplo, a los separatistas se les calienta la boca, va a hacerlo de oficio. Supongo que en defensa del derecho inalienable a la privacidad, y no de las buenas costumbres, ya no estamos en los tiempos del TOP". Por la extensión de sus consideraciones, es presumible que Doménech ha sido comisionado para ejercer de portavoz. Él le presta más atención que a otros, es difícil regateársela a este plumilla verboso persuadido de la trascendencia de cuanto dice. Además, de su discurso podrá inferir el alcance de esas imágenes que le han indigestado el desayuno a los medios, y las medidas de urgencia que haya adoptado el gremio.

La cháchara del vocero viene a resumirse en que se aceptan como hechos consumados las prácticas indefendibles a las que es aficionado un miembro prominente de la radiodifusión, no se va a recurrir la autenticidad del documento ni se alegará trucaje o manipulación del mismo. Pues la veracidad de las pruebas no es el tema en cuestión. Ni siquiera que para su obtención se haya incurrido en intrusismo profesional, que se haya violado el exclusivo derecho de la prensa a filmar escenas de la vida íntima. "Tú sabes igual que yo quién ha mandado hacer esto". Contiene por unos momentos la respiración. No quisiera que el factotum Doménech y él estuvieran pensando en personas distintas. "Los que me conocen, José Carlos, pueden certificar la devoción que siento por la justicia, no hay para mí valor más alto y por él me guío. Bueno, pues en estas circunstancias me permitirás que sea sencillamente justo contigo". Doménech posee una percepción demasiado autocomplaciente de su sentido de la justicia. Por intrincado que sea el contencioso político o el conflicto social, este sagaz columnista lo resuelve siempre aplicándole la ordalía de su innata vocación de equidad. Cuando un juez terrible como éste le confesaba que iba a hacerle objeto de su criterio justiciero a un presidente, a un director o a un ministro, es que iba a adularlo. Era un maestro de la lisonja, tanto que el sujeto al que dedicaba sus halagos tenía la impresión de estar siendo severamente examinado, y agradecía la exitosa calificación que al final se le concedía. "Contigo se han pasado. Es repugnante que un ministro y sus cuatro adláteres, cómplices diría yo, dediquen su tiempo y energías a invadir el espacio personal de un dignísimo periodista y a difundir la materia que, sea del signo que sea, todos tenemos la potestad de mantener en secreto".

Doménech y él comparten un correcto empleo del DRAE. Ha empleado correctamente el término "potestad": "poder, facultad, jurisdicción o dominio sobre una cosa". Todo se reducía a una cosa (fuera ésta cual fuera) sobre la que él tenía una "potestad" que le había sido arrebatada, la potestad y la cosa. En definitiva, un robo. Y detrás de cada robo, hay siempre un ladrón que descubrir.

Era evidente que, perdida la batalla del cómo y el cuándo, la prensa iba a centrar su estrategia en la reconversión del quién. Éste no era ya el caso del periodista Littmann, sino el de un ex ministro defenestrado que lo había hecho blanco de su resentimiento, para vengarse al tiempo que aliviaba el cerco judicial que iba cerrándose alrededor de su corrupta persona. "Gracias, Doménech, gracias, no esperaba menos de vuestra rectitud. Ni de vuestra perspicacia".

Pasea su mirada por la redacción y ve un batallón de coronillas tenazmente concentradas en las pantallas de ordenador, en espera de que se les indique la versión oficial que deben difundir. Dentro de poco les llegará la respuesta: no ha ocurrido nada, esas imágenes obtenidas al margen de la ley no tienen validez, y por lo tanto carecen de existencia. El público se enfrentará tras la edición de hoy a una prueba de fuego, y aprenderá a negar su visión de la realidad cuando ésta se contradice con lo que publica la prensa.

Imagina el espectáculo en ciernes y siente un escalofrío: el país recorrido por ese vídeo ambulante, y al tiempo anonadado ante el tupido silencio mediático. Ya está viendo los titulares, y erigiéndose sobre ellos, la obra monumental con la que sueña un artista de la comunicación, convertirse en esfinge viva que administra la verdad y la mentira cuando el Estado ha perdido su crédito ante las masas.

El que no dará crédito a lo que leen sus ojos ni escuchan sus oídos por la radio es el ministro, que sin arte ni parte será masacrado en crónicas y tertulias, tildado de voyeur repugnante, condenado de palabra y fusilado en el paredón de papel antes de que se celebre el juicio formal que le espera. Sintiéndose injustamente acusado, al mandatario cesante habrán comenzado a temblarle las mejillas de solomillo, fuera de control, habrá tenido que sujetárselas con las manos para detener la crecida de la ira, en la que navegan grumos de miedo aún no sedimentados. Luego se rascará son saña la coronilla, o hará alguno de sus gestos típicamente plebeyos, como restregarse un ojo con los descarnados nudillos o sobarse el cuello de toro, alguna de aquellas bastas acciones que se le escapaban en las ruedas de prensa. Este pobre ministro era en tiempos dueño de una chatarrería, un detalle biográfico que el ingenio de Littmann hizo extensivo a la totalidad del gabinete cuando popularizó el sobrenombre de gobierno de los chatarreros. Aunque todos los titulares de aquellas carteras estaban cortados por la misma tijera y marcados por invariables trazas de patán, este ministro fue punta de lanza del acoso a los medios de comunicación. Una vana cruzada del poder efímero, que ahora le pasaba factura histórica.

Vuelve a hacer recuento de su ejército. Por el rabillo del ojo atisba al pretendido iscariote. Está demudado, un vulgar operador telefónico sin mayores perspectivas profesionales, apabullado por las consecuencias de la traición que cree haber perpetrado. Su pobre persona, superada por el sentimiento de culpa, no puede con él. Parece dispuesto a cometer alguna barbaridad, pero no es presumible que reúna arrestos de trágica grandeza para rematar ese papel.

Aparta los ojos de aquel idiota, requerido por la familiar melodía que tararea el celular. "¡Buenos días, reinona de la noche! ¿Por qué no has querido desayunar conmigo esta mañana?", siente como si hubiera hecho un alto para descansar cuando escucha en la segura intimidad del móvil la voz sosegada de ella, su voz de fuerte trabazón castellana con las aristas redondeadas por nasales y graciosos giros pijas. "Buenos días, no quise despertarte, era demasiado temprano", responde Littmann. "Buena la que se ha armado, ¿eh, querido? Ya te decía yo que eras un cagón y que la influencia hay que administrarla con arrojo, como si siempre estuvieras dispuesto a derrocharla". Él calla, sabe que ella interpreta certeramente sus silencios, es una habilidad que forma parte de aquella relación basada en vínculos más fuertes que el amor. "Por cierto, te felicito por tu puesta en escena. Cualquiera diría que de verdad eres maricona perdida. Un papel muy convincente, nadie que vea el vídeo lo creerá ficticio. Si tus colegas se portan como cabe esperar, podremos considerar alcanzados todos los objetivos. Fin de la historia, ¿no?". Él asiente sin hablar, pero se cree en la formal obligación de testimoniarle su reconocimiento: "Gracias a tu inestimable colaboración. Tuya fue la mitad de la idea y la totalidad de la logística". "No me lo agradezcas", repone ella, por igual inmune al sentimentalismo y a la inmodestia. "Ha sido como escribir un cuento burlesco. Me sobran tiempo y facultades. ¿Vendrás a cenar esta noche, o estarás oficialmente deprimido?"

Él aguarda por cortesía a que sea ella la que corte la comunicación. En el momentáneo silencio epilogal, le llega el zumbido eléctrico de la silla rodante, ese sonido de fluido misterioso presente durante todo el diálogo y al que tan acostumbrado se halla. Ella habrá estado describiendo círculos por la inmensidad del salón, como suele mientras habla por teléfono o escribe sus novelas policíacas. Cuando se conocieron, ella no podía pensar si no era en movimiento, y para no cansarse en exceso se había comprado esa silla de ruedas. Ya la usaba, por lo tanto, mucho antes de que el fatal accidente la condenara a ella de por vida.

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Este relato ha obtenido el 2º Premio del Certamen de Narrativa Breve de Abrucena.

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